Hay muchos pasos en nuestra vida, unas veces naturales, otros buscados, otros incluso impuestos por otros.
De hecho, existen las transiciones de una época de la vida a otra, o las transiciones de roles y tareas; por ejemplo, cuando "crecemos" o "nos convertimos en padres".
No siempre es fácil e inmediato aceptar estos cambios. Pero es aún más difícil aceptar estas transiciones cuando son impuestos por otros o por situaciones que no controlamos.
En algunos casos, de hecho, estos cambios parecen un verdadero exilio: nos vemos obligados a dejar lo que estábamos construyendo, nos vemos obligados a renunciar a nosotros mismos, a los proyectos, a los deseos, incluso a las relaciones.
Quizás por eso la memoria del exilio no solo ha quedado fuertemente grabada en la historia del pueblo de Israel, sino que esta experiencia se ha convertido en símbolo de lo que puede suceder en la vida de cada persona.
Para Israel, el exilio significa dejar de ser dueño de la propia vida: otro decide en su lugar, lo lleva a una tierra extranjera.
Israel, de forma brusca y radical, tiene que dejar todo lo que estaba trabajando y, cuando finalmente regrese a su tierra, no encontrará más que escombros.
El tiempo del exilio, es un tiempo de destierro, de desarraigo e incertidumbre. Sin embargo, es también un tiempo privilegiado, porque en él, Israel, experimentará el cuidado de Dios.
En los años del exilio, cada persona revisará su relación con Dios, aprenderá a crecer en la fidelidad y se dará cuenta de que Dios nunca ha dejado de acompañarlo.
Los cambios de la vida, por tanto, aunque sin duda dolorosos, nos permiten reconstruir de una forma nueva.
Empezar de nuevo siempre es difícil, sobre todo cuando te encuentras frente a los escombros de una ciudad abandonada durante mucho tiempo.
Pero toda ocasión de empezar de nuevo es siempre motivo de agradecimiento y de gracia, porque nos hemos liberado de la muerte y del exilio, porque ya nos somos más extranjeros, porque reconocemos que le pertenecemos a alguien y que ese alguien nos da una nueva vida.
Cristo viene para devolvernos la vida. Siempre que experimentemos situaciones de muerte, es importante que volvamos a esta certeza: a pesar de lo muertos que estemos, ¡Cristo nos devuelve a la vida!
En el viaje por el desierto, Israel se deja llevar por sus miedos. Miedos comprensibles, pero que poco a poco van ocupando más espacio en el corazón.
Israel se deja obsesionar tanto con esos miedos que estos se materializan: el miedo toma forma de serpientes venenosas. Igual que nuestros miedos, a los que damos espacio y que dejamos que nos envenenen el corazón.
Quien está en tinieblas está exiliado de sí mismo, no puede vivir en su propia vida. Quien está en tinieblas es esclavo de miedos y prejuicios, por eso está en el exilio.
Todos necesitamos recorrer este camino que nos devuelve a la luz, es decir, a la verdad de nosotros mismos.
Para curar ese miedo, Dios da una indicación: es necesario mirar la serpiente de cobre levantada por Moisés en un asta. La curación es posible solo mirando el objeto de nuestro miedo a la cara.
Nuestra liberación tiene que pasar siempre por el hijo del hombre resucitado en la cruz. Es a Él a quien debemos mirar para resucitar de nuestras situaciones de muerte.
Cristo es quien nos pide hacer el mayor pasaje, ese pasaje que, desde la muerte, y desde toda situación de muerte, nos hace entrar en la vida para siempre.