Un sepulcro vacío es la señal de la ausencia de muerte. Pero no necesariamente me habla de la vida. Hoy es el signo de la resurrección. La tumba abierta, caída.
Y dentro un lienzo bien dispuesto:
Me conmueve este sepulcro vacío, sin vida, sin muerte. Y los dos discípulos amados que corren, Pedro y Juan. Y antes María Magdalena que no entiende nada:
Sólo sabe que el sepulcro está vacío.
En Tierra Santa uno se introduce bajando la cabeza en un sepulcro vacío.
No es como me lo he imaginado. No tiene esa gran piedra junto a la entrada. Y dentro todo es más estrecho, más pequeño.
Pero allí se besa la vida, la esperanza, la luz. Allí, con olor a ungüentos, con olor al perfume de Cristo, se palpa la vida más maravillosa. La presencia más gloriosa. El silencio más absoluto.
El otro día un médico quería explicarle a un niño enfermo de cáncer cómo sería la muerte. Trató de hacerlo lo mejor que pudo y le dijo:
Me conmovió esa explicación de la muerte tan sencilla, tan directa. El dolor de la muerte y la alegría de la vida.
Cuando beso el sepulcro vacío no tengo pena, no me inquieta, no me amarga. Está frío, sí, pero hay vida oculta muy dentro. No veo nada, pero lo siento todo.
Es la vida el final de todo, o el comienzo una vez que me invade la muerte. Es la presencia viva de ese Jesús que ha pronunciado su última palabra y ha vencido a la muerte.
Sí, la vida ha vencido, siempre vence. Y el todo ha logrado imponerse sobre la nada más desafiante.
Me gusta pensar en esa vida que acaricia la piedra fría del sepulcro. Esa vida que no necesita más lienzos que cubren la muerte. Esa vida que no puede contenerse ya dentro del sepulcro.
Y entonces me revisto de esperanza. Llego con los dos discípulos corriendo. Tampoco yo sé dónde han puesto a Jesús. Sólo sé que está vivo.
El espacio vacío me habla de una vida más grande, una vida que no se puede reducir a polvo.
Pienso en el sepulcro vacío en este tiempo que vivo de pandemia. Este tiempo en el que ha habido muchos sepulcros y mucha muerte. Mucho dolor y desesperanza. Mucha amargura y rebeldía.
Y parece que el corazón de desalienta y pierde la ilusión. Dicen que los partidos se pierden cuando uno deja de creer en la victoria final, incluso cuando uno va ganando.
Es sicológico, si dejo de creer en la victoria, acabaré perdiendo. Si dejo de creer en mis fuerzas, me quedaré sin ellas. Si dejo de creer en mi capacidad, dejaré de tener capacidad para entregarme y hacer las cosas bien.
La esperanza sólo se puede fundar en la fe. Porque se trata de creer en aquello que todavía no poseo.
Es ver la luz en medio de la noche y seguir caminando. Es pensar que el final del túnel está ya próximo.
Ver un sepulcro vacío me llena de luz y de vida. Dejo la muerte del sepulcro sellado, para abrir el paso a un camino nuevo. Esa es la esperanza que me lleva a creer en lo que aún no poseo.
En ocasiones espero lo que no puede ser. Pero esa esperanza me da fuerzas para vivir el presente confiado.
Lo importante es que la esperanza ensancha mi alma y eso es lo que María, y Jesús necesitan de mí. Comenta el padre José Kentenich:
María espera mi magnanimidad, mi alma grande. Y el alma sólo se ensancha cuando cree en lo imposible y espera lo que aún no ha sucedido. Cuando ve el sepulcro vacío y cree que hay vida más allá de la muerte.
Ve una pandemia que no acaba y ve detrás un final que sucederá pronto, antes de lo que uno piensa. La vida vence siempre la muerte.
Hoy se llena mi corazón de esperanza. No dejo de luchar, no dejo de entregar mi tiempo y mi energía, no dejo de creer en la victoria final, no dejo de confiar en esa vida que es mucho más fuerte que la muerte y es para siempre.