Mi esposo y yo creíamos que una vida muy apegada a lo religioso convertiría nuestro matrimonio en un proyecto mágicamente feliz. Pues para nosotros en el amor conyugal, lo espiritual restaba importancia a todo lo demás.
Habíamos sido educados en un erróneo celo religioso, por el que nos reprimíamos en nuestra intimidad, pues veíamos en el placer sexual algo de pecaminosidad.
Sin embargo, teníamos en nuestra relación una ausencia de ilusión y alegría que nos motivó solicitar ayuda especializada.
En ella se nos ayudó a comprender, que mezclábamos concepciones erróneas sobre la naturaleza de la persona, el matrimonio y la religión, que nos estaban haciendo daño.
Debíamos aprender a darle a Dios lo que es de Dios, y a nuestra relación, lo propio de lo conyugal… ¿Cómo?
Aprendiendo a no transferir al plano de lo religioso lo que solo corresponde al plano de lo conyugal.
Ante los problemas en nuestra relación conyugal, rezábamos para que Dios interviniera a favor, sin proponernos el reconocerlos y superarlos en su origen, ni implicándonos personalmente.
Consultábamos a quienes considerábamos tenían más ascendencia espiritual acerca de todos nuestros proyectos familiares, obteniendo opiniones y consejos: Pero estos, más de una vez, limitaban nuestra libertad de pensar y hacer.
Observábamos un riguroso plan diario de lecturas bíblicas, rezos e himnos religiosos. Pero no dejábamos espacios para el esparcimiento o coloquios de intimidad y confidencia, tan naturales como necesarios entre esposos.
En todos los rincones de nuestra casa se encontraban profusamente imágenes religiosas, sin el sentido de una decoración agradable que mostrara un verdadero espíritu y calor de hogar.
Inconscientemente buscábamos que uno y otro ocupara el papel de Dios en nuestra vida, en una forma de absurda idolatría.
Existen en la naturaleza humana atributos dispuestos por Dios que hacen posible que el varón y la mujer se conyuguen, convirtiéndose en su ser en una sola carne y un solo espíritu.
Que en el amor conyugal esos atributos son corporales como lo bioquímico, lo emocional y psicológico y se encuentran unidos a las cualidades del espíritu la inteligencia y voluntad, teniendo toda la misma importancia.
Por tanto, el amor conyugal no puede sustentarse en lo solo corporal, o lo solo espiritual, sino en la unidad del cuerpo y espíritu, como la totalidad de la persona.
Los atributos del cuerpo y el espíritu toman diferentes posiciones de importancia según las circunstancias de vida de los cónyuges, para contribuir a su bien.
Eso explica que en las circunstancias que exijan abnegación y sacrifico, prevalezcan las fuerzas del espíritu.
Y que, por un amor integral e integrado, los esposos se amen en su totalidad personal, pudiendo ser felices.
Reeducarnos en una sana afectividad y sexualidad, comprendiendo y asimilando cuatro etapas que se deben transitar con naturalidad, es decir, sin complejos ni dudas.
La terapia nos permitió vivir un amor integral e integrado resolviendo carencias de educación que impedían que viviéramos a plenitud nuestro amor en sus dimensiones sexual y afectiva, haciéndolas compatibles con la vida de fe.
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