En África hay muchos árboles exóticos, a cuál más bello y salvaje. Pero hay uno con una misión muy importante: acompañar con el vaivén de sus hojas y el frescor de su copa, el cuerpo de una mujer que un día soñó con tener una misión en África.
A la sombra de un viejo baobab descansa Mary Moffat Livingstone, la que fuera esposa del archiconocido doctor, misionero y descubridor británico David Livingstone.
Tuvo una vida muy corta pero suficientemente intensa como para terminar exhausta física y emocionalmente.
Sus días empezaron en un idílico lugar del continente africano el 12 de abril de 1821.
Sus padres, los misioneros Robert y Mary Moffat recibieron con alegría a su primera hija a la que bautizaron con el mismo nombre que su madre.
Los Moffat, un pastor inglés y su esposa, llevaban años como misioneros en la misión de Lattakoo.
Allí creció la pequeña Mary hasta que la familia, que iría aumentando a medida que pasaban los años (hasta diez hijos tendrían los Moffat), se trasladó a Kuruman, lugar que para Mary sería su hogar y su paraíso en la tierra.
Es muy probable que la pequeña Mary Moffat idealizara su infancia salvaje y alegre con sus padres y hermanos y de algún modo deseara para su futuro una vida similar.
Cuando tenía diez años, aquella época terminó. Mary y una de sus hermanas fueron enviadas a estudiar a Wesleyan en Salem cerca de la localidad sudafricana de Grahamstown.
Allí se topó con el rechazo de sus compañeros que la observaban como a una salvaje a la que apodaron como la “africana blanca”.
Pasó cinco duros años hasta que se trasladó a Ciudad del Cabo donde completó sus estudios como maestra.
Mary regresó por fin a casa y empezó a trabajar enseñando a los pequeños de la misión de Kuruman.
En aquella época, Robert Moffat, miembro de la Sociedad Misionera de Londres, había invitado a la misión a un colega suyo, el doctor David Livingstone.
Mary y David se sintieron atraídos mutuamente y, a pesar de ciertas reticencias de su madre, la pareja terminó contrayendo matrimonio en 1845 en la iglesia erigida por los Moffat. Fue su propio padre quien ofició la ceremonia.
La luna de miel de los nuevos señor y señora Livingstone fue de todo menos relajante y placentera.
La pareja se trasladó a Mabotsa, donde David había empezado a construir su propia misión.
A pesar del duro trabajo que suponía levantar casas, fabricar enseres indispensables como velas o jabón, cocinar, limpiar…
Mary era una joven con ganas de vivir y soñaba con ver aquel lugar salvaje convertido algún día en un reflejo de Kuruman.
Pero pronto se dio cuenta de que sus sueños no eran exactamente los mismos que los de David. Su marido quería continuar explorando y evangelizando el continente.
Mary vivió su primer embarazo en soledad. Tras el pequeño Robert, llegarían cinco hijos más.
En los primeros años, intentó seguir los pasos de David por selvas, sabanas, desiertos, lugares no aptos para niños que necesitaban agua, alimentos y protección.
Mary se desesperaba cuando había escasez y libraba una agónica batalla contra insectos que zumbaban a su alrededor mientras escuchaba no demasiado lejos los rugidos amenazantes de animales salvajes.
La madre de Mary se quejó airadamente a su yerno, lamentándose de que estaba poniendo en riesgo la vida de su hija y sus nietos.
Elizabeth, la cuarta hija de los Livingstone, falleció a las pocas semanas de nacer.
Mary Livingstone sintió una profunda tristeza. Su cuerpo estaba exhausto. Sufría dolores de cabeza y una terrible parálisis facial fruto de la tensión constante en la que vivía.
David Livingstone se rindió entonces a la evidencia de que no podía seguir viajando por África con su familia.
Así que decidió mandar a Mary y a sus hijos a Inglaterra donde permanecería junto a su familia política.
Si vivir en la selva era peligroso, compartir el rechazo de aquellas personas que no la recibieron precisamente con los brazos abiertos provocó una terrible melancolía y desazón en el corazón de Mary.
Durante casi cinco años, Mary cuidó en silencio de sus hijos y esperó a que su heroico marido regresara a su lado.
Mientras tanto, David avanzaba por el río Zambeze y descubría las cataratas que bautizó con el nombre de la reina Victoria, soberana que recibiría al explorador con todos los honores cuando llegó por fin a Inglaterra.
En 1858, Mary, David y el pequeño Oswell ponían rumbo a África. Atrás vio alejarse a sus otros hijos, a los que decidió dejar, con todo el dolor de su corazón de madre, en Inglaterra.
De nuevo en África, mientras David volvía a emprender viaje, Mary tuvo que quedarse en Kuruman para dar a luz a la pequeña Ann Mary.
Para entonces, Mary Livingstone era solamente una sombra de la joven que un día soñó con ser una misionera, con una bonita misión en la que ver crecer a sus hijos y llevar la palabra de Dios a los indígenas.
En 1862, la malaria terminó con su vida. Tenía solamente 41 años.
David Livingstone lloró sinceramente la muerte de su esposa a la que no pudo dar lo que ella deseaba. Sus propios sueños fueron más importantes para él.
Cuando falleció en 1873, sus restos mortales fueron trasladados desde Zambia hasta Inglaterra y fue enterrado con todos los honores en la Abadía de Westminster, junto a reyes y grandes hombres ilustres.
Para encontrar la tumba de Mary, en cambio, un viejo cartel oxidado indica su localización, en la misión de Chupanga donde murió. En él pone, simplemente: “Tumba de la esposa del Doctor Livingstone”.
Sin embargo, quien la conoció puede descubrir un tesoro escondido. A pesar de las adversidades, ella nunca quiso abandonar a su marido y puso todo su empeño en cuidar y proteger a sus hijos por encima de su propia persona.