Para creer no es necesario ver nada. No hace falta tocar lo que quisiera fuera realidad.
La fe es un don que me hace creer en lo imposible aun sin verlo, o precisamente entonces, cuando no veo absolutamente nada.
Volver a la vida después de la muerte parece imposible. No hay fe que pueda creer en lo que no puede ser.
Jesús murió en la cruz y con Él murieron todas las esperanzas de los hombres. ¿Basta con ver un sepulcro vacío para creer?
Para Juan y Pedro es suficiente. Los lienzos caídos en el suelo. Y ni resto de aquel a quien tanto aman. Sólo eso basta.
En Jerusalén hay un sepulcro vacío que los cristianos veneran. Entran en esa cueva estrecha y besan una losa. La misma piedra de aquel sepulcro que vieron vacío los discípulos.
Mi fe está basada en la ausencia de la muerte.
Puede que no haya escuchado la voz de Jesús pronunciando mi nombre, como María.
O puede incluso que no haya sentido su presencia a mi lado como los discípulos camino a Emaús.
Puede que no haya podido meter mi mano en su costado abierto. Y aun así mi fe será firme, como el tronco de un roble, con hondas raíces.
Aunque no he visto nada, ni he tocado la carne resucitada y no he escuchado la voz de mi amado.
Creo pese al aparente fracaso humano de todas mis pretensiones. Creo en un absurdo.
¿Cómo será posible volver a la vida después de haber muerto?
Lázaro volvió a una vida para la muerte. Pero Cristo abre una puerta en el cielo rompiendo todos mis límites y frustraciones.
Quisiera tener más fe para creer que en la ausencia está oculta la abundancia, y en el silencio anida un grito de esperanza.
Y en la victoria aparente del odio se está amasando la victoria del amor más grande.
Esa fe es la que necesito. El papa francisco me habla de la fe de san José:
Me gusta esa fe que va contra toda lógica humana. La pandemia arrecia con más fuerza y yo sigo creyendo que pasará.
Pierdo a un ser querido, sufro la enfermedad y creo que en medio de ese dolor brota la luz más cálida.
Fracaso en mis pretensiones, toco la desilusión y la pena y sigo pensando que la victoria final está en mi mano, contra todo pronóstico.
Esa fe es la de José, la de los santos, las de los mártires entregando sus sueños en manos de los verdugos.
Todo parece que va a salir mal y una fe inconmovible les hace pensar que la vida va a vencer la muerte.
Un sepulcro vacío, abierto, solitario, me transmite una esperanza que no tenía justo antes de encontrarlo vacío.
Cuando ya nada tengo que perder sólo me queda poder ganarlo todo. Esa forma de ver la vida me llena de esperanza y alegría.
Nada temo. En medio de la dificultad del camino sonrío y duermo con paz.
Porque Dios ha venido a habitar en medio de mis tristezas. Ha venido a calmar todos mis vientos indómitos.
Me postro humillado ante un sepulcro vacío. Nada temo. No me inquieta que hayan podido robar un cadáver. No lo creo.
Sigo pensando que la vida es más fuerte que la muerte y el amor más grande que el odio.
Parece ser que realmente Dios tiene la última palabra. Aunque no sea de la forma que yo esperaba, ni con mis medios humanos. Ni tampoco en esos plazos que le pongo a Dios para ver si cumple la promesa que me hizo.
Acepto que en la Pascua pasa Dios por mi vida para aumentar mi fe. Sólo quiere que corra con fuerza, como Juan, como Pedro.
Tal vez me falta fe, pero no fuerzas para correr. Lo mínimo que espero encontrar es una losa corrida y un sepulcro vacío.
Eso bastará para calmar todos mis miedos e inquietudes. La vida es mucho más honda que la muerte de esta tierra tan caduca. Me falta fe.
Pero hoy se la pido a ese Jesús que está vivo y desaparecido. Le pido que aumente mi fe infantil y me dé una fe honda y firme. La fe en ese hombre que vive después de haber sido traicionado y odiado.