El indomable Sandokán, la bellísima Mariana, el malvado James Brooke, el fiel Yáñez, Labuán, Borneo, Malaca, los mares del sur, los piratas malayos... ¿Cómo pudo concebir un oscuro y humilde escritor italiano, que nunca salió de su tierra, semejante universo?
En realidad el autor, Emilio Salgari, era un concienzudo ratón de biblioteca, a cuyas manos llegó un increíble informe presentado al Papa Pío IX en el año 1849. Y cuando lo leyó, seguramente creyó que un regalo le había caído del cielo.
Porque lo que contenía aquel informe era realmente extraordinario: Eran las memorias de un marino español que, tras mil increíbles aventuras, se había convertido en fraile trinitario y prefecto apostólico, y se dedicaba a luchar contra el trafico de esclavos en Borneo, Sumatra y Malasia.
Salgari cortó, redibujó y coloreó la historia al gusto folletinesco de la época, inspirado en las novelas de Verne y Conrad. Pero las aventuras de Sandokán hacen justicia sin querer a su verdadero protagonista... Sobre todo, porque de ese lejano rincón del mundo, Borneo, se sabía muy poco en aquella época; hasta que Carlos Cuarteroni – así se llamaba nuestro héroe – lo describió y lo cartografió, para convencer a la Santa Sede de que apoyara su misión.
Y es gracias a una mujer, la historiadora Alicia Castellanos, que la peripecia de Cuarteroni salió recientemente a la luz en forma de libro (Cuarteroni y los piratas malayos (1816-1880), ed. Silex)
Carlos era medio italiano por parte de padre, pero nació en el puerto franco de Cádiz. En una época en la que España, recién perdidas casi todas las posesiones americanas, intentaba dirigir el comercio hacia Filipinas y demás tierras en Oceanía.
La familia de Carlos, comerciantes, era de convencida devoción cristiana: dos de sus hermanos fueron sacerdotes, y otro misionero seglar. Aunque la pasión por el mar empezara ganando la partida, el propio joven no escondía su fe en los momentos difíciles. De ello dan prueba sus escritos desde bien temprana edad hasta el momento de su muerte.
Con 13 años, como era de esperar, embarcó a su primera travesía por mar, hacia Manila. Era así como los marinos mayormente conseguían su título y experiencia profesional.
Por aquel entonces, no existían el Canal de Suez ni el de Panamá, y los barcos de vapor estaban empezando a botarse. Una travesía hacia Filipinas suponía un peligroso viaje en velero, costeando África, doblando por el Cabo de Buena Esperanza, y navegando por el peligroso Índico. A merced de tifones, monzones, barcos de bandera enemiga, puertos hostiles y terribles piratas sanguinarios.
Como buen marino, Cuarteroni consignaba en su diario de a bordo desde siempre todas sus singladuras. Fue una costumbre que mantuvo toda su vida, y que hoy constituye una increíble fuente de información.
El joven capitán era un marino respetado y con una brillante carrera profesional, cuando tomó una extraordinaria decisión: desembarcó, fletó un pequeño barco, el Mártires de Tonkín, y con una tripulación de filipinos se puso a pescar perlas y carey, una actividad muy peligrosa, pero también muy lucrativa.
Debieron pensar que estaba loco, pero Cuarteroni tenía un plan: durante 14 meses, lo que hizo, en realidad, fue buscar el pecio de un barco, el Cristian, que se había hundido junto a las costas de Labuán, con un tesoro en lingotes de plata. ¡Y lo encontró!
A los 26 años, por tanto, era joven e inmensamente rico. Podría haberse convertido en poderoso comerciante o incluso en rajá, como su amigo James Brooke en Sarawat. O aspirar a un cargo político en España.
Pero había algo que quemaba su alma desde que había llegado a estas tierras: el tráfico de esclavos. Sencillamente, le resultaba insoportable ver cómo, ante los ojos indolentes de las grandes potencias occidentales, a diario miles de personas, sobre todo mujeres y niños, eran raptadas y esclavizadas por los piratas moros malayos.
En su retina y en su memoria había escenas terribles de decapitaciones, maltratos, saqueos, niños sollozando al ser arrancados de sus madres, aldeas ardiendo... Muchos de los esclavos eran nativos cristianos, y nadie velaba por ellos.
Así que trazó un aventurado plan: Depositó el tesoro en un banco de Singapur, y se dedicó durante un par de años, corriendo grave riesgo su vida, a reconocer y levantar mapas de Borneo, a conocer a sus gentes y a documentar de primera mano lo que estaba sucediendo.
Con todo este bagaje, se presentó en Roma ante la Congregación De Propaganda Fide, decidido a ser sacerdote y a fundar misiones en Borneo, poniendo su tesoro como garantía. Tras varios años de estudio y formación, con el apoyo vaticano, volvió a las islas como Prefecto Apostólico para fundar tres misiones en lo que hoy es el Sultanato de Brunei.
Y aquí es donde empieza la historia a convertirse en realmente heroica. Años y años de luchas para conservar las misiones, derribadas una y otra vez y siempre reconstruidas. De salvación de esclavos, a los que volvían a capturar y había que volver a rescatar. De presiones e incomprensiones incluso en su patria, que le deja solo. También de peligrosos viajes cruzando los mares una y otra vez. Y de intrigas y traiciones para arrebatarle las codiciadas misiones. Un tesoro y una vida consumidos en una tarea imposible.
Y sin embargo, como dice Alicia Castellanos en su biografía:
Envía cientos de cartas suplicando por sus feligreses. Navega, defiende y levanta sus misiones una y otra vez. A él acuden las autoridades eclesiásticas y civiles para pedir que rescate a ciudadanos secuestrados por los piratas. Capea temporales, conjura naufragios y ataques. Durante dos largas décadas.
Al final, enfermo, agotado y arruinado, vuelve a Cádiz para morir junto a su familia, que siempre le apoyó en todo. Aún dio lo que le quedaba a la Congregación De Propaganda Fide, para apoyar a las misiones.
Al final, las misiones fueron usurpadas por los ingleses. De la diócesis que dirigió no queda rastro. Su nombre no es conocido entre los grandes misioneros del siglo XIX. Tampoco España, poco acostumbrada a apoyar a sus hijos más audaces, guarda memoria de sus hazañas. La piratería sigue haciendo estragos en Borneo, casi dos siglos después. El tráfico de esclavos sigue en auge. Humanamente, fue un fracaso.
En Carlos Cuarteroni se cumple lo que dice el evangelio: