"Cuando juramos amarnos mi esposo y yo, me encontraba absolutamente segura de que, como en los cuentos de hadas, seríamos felices y comeríamos perdices en un sin final de nuestro amor. Hoy es tanta mi decepción, que hasta me siento enferma", contaba una joven mujer en una crisis matrimonial.
Luego, una historia en la que la decepción se encuentra justificada, cuando quien dice amarnos, no tiene energía, ni ganas, ni voluntad de modificar los espacios y tiempos de su propia vida, para imponerlos a ese otro espacio y tiempo que solo al amor pertenece.
Comencemos por remitimos a esa posibilidad de que, entre millones de seres humanos, precisamente, este varón y esta mujer, se conozcan y coincidan en el amor.
Se encuentran ante una impactante novedad, que admiten como un verdadero milagro.
Y a un milagro se sucede otro, por el que son capaces de engendrar su “propio espacio y propio tiempo”, mientras se encuentran envueltos por ese otro espacio y tiempo de lo ordinario de existencia humana, convirtiendo la expresión “Nací el día en que te conocí”, en algo mucho más que una sentida frase.
Entonces, con la extraordinaria e inaudita presencia del amado en lo íntimo de su corazón, tienen la certeza de que “el amor todo lo puede”, como expresión de un deseo intenso de lucha sostenida por hacer que abarque todas sus vidas.
Por eso el compromiso.
Luego, puede ser fácil o muy difícil realizarlo hasta que la muerte los separe, pero lo cierto es que el amor conyugal, ya desde su encuentro, contiene en sí la posibilidad de lograrlo, pues trae concebido en su seno ese espacio y tiempo tan suyo, contra todos los demás espacios y tiempos.
Para explicarlo gráficamente, supongamos que alguien pide un préstamo a un banco, y firma un pagaré por la deuda total, haciendo el compromiso de pagarla, consciente de que para ello deberá poner todos los medios, trabajando duro el tiempo establecido.
Y está seguro de que vale la pena, pues con ese dinero comprará el bien más preciado.
No podrá decir en un momento “no pago porque ya no quiero”, “porque ya no tengo ganas” o “porque soy libre de no hacerlo” pues, de ser así, habría consecuencias ya que se trataría de un dinero debido en justicia.
Algo similar aplica al consentimiento matrimonial, por el que se contrae una deuda de amor, que igualmente habrá de pagarse a lo largo de la vida matrimonial, más de alguna vez con sangre, sudor y lágrimas.
Y también valdrá la pena.
Pagará, suceda lo que suceda, contando para ello con la capacidad de reorganizar el tiempo y el espacio del amor, para imponerlo a los claroscuros de ese otro tiempo y espacio en el que se desenvuelven sus vidas.
Mas lamentablemente, lo que está llamado a ser, puede no ser, cuando interviene para mal la libertad de quien no quiere seguir queriendo, o nunca amó con sinceridad.
Es entonces el dcuando el desertor del amor cambia la frase: “el amor cambió mi vida” por la de “la vida y sus circunstancias cambiaron mi amor”; ya que pasó tal cosa en lo económico, tal enfermedad, tales exigencias de un trabajo, aquel defecto… esto o lo otro.
Una actitud por la que, con razonadas sinrazones, trata de justificar lo injustificable, como si no hubiera sido el único protagonista y responsable de su amor, sino un tercero, un extraño.
Quien sufre una decepción amorosa, debe saber que es mejor sufrir una injusticia que cometerla, y que tarde o temprano las heridas cerrarán haciendo posible rehacerse en el buen amor.
No se puede afirmar lo mismo del deudor, que se ha causado a sí mismo una herida que difícilmente sanará.
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