Íñigo López de Loyola había seguido la tradición familiar de dedicarse a las armas y perseguía el éxito y el renombre en su carrera militar. Pero el 20 de mayo de 1521, lunes de Pentecostés, su vida cambiaría para siempre.
Durante la Batalla de Pamplona, mientras defendía la ciudad de las tropas francesas de Enrique II de Navarra y resistía en el asediado castillo de la ciudad, el militar castellano fue alcanzado por una bala de cañón que pasó entre sus dos piernas, destrozándole la derecha e hiriendo gravemente la izquierda. Los huesos del joven de treinta años nunca llegaron a soldar óptimamente.
La recuperación fue larga y no exenta de dolor, no sólo físico sino también anímico, al verse truncada su carrera en las armas. Durante su convalecencia, sin embargo, la lectura de libros piadosos (en especial La vida de Cristo de Ludolfo de Sajonia, y el Flos Sanctorum) hicieron que se replanteara su vida. Con la experiencia de la aparición de la Madre de Dios rodeada de luz y llevando en brazos al Hijo finalmente tomó la decisión de consagrarse a la religión.
Se dedicó primero a la penitencia y la oración en Montserrat y Manresa, viajó a los Santos Lugares de Palestina y luego se dedicó al estudio en Alcalá de Henares, Salamanca y París.
Fue allí donde, con un grupo de seis compañeros, dieron germen a la Compañía de Jesús (Societas Iesu en latín, por lo cual la habitual firma SJ de los jesuitas), haciendo votos de pobreza y apostolado en la Cueva de Montmartre.
Ante la imposibilidad de marchar a hacer vida religiosa en Palestina, por la guerra contra los turcos, se ofrecieron al papa Pablo III, quien les ordenó sacerdotes en 1537.
El mismo Ignacio (optó por esta versión del nombre al graduarse en magisterio) fue unánimemente elegido como General de la nueva orden religiosa, a cuyo cargo estuvo durante quince años. Falleció en Roma el 31 de julio de 1556 y el 12 de marzo de 1622 fue canonizado por el papa Gregorio XV.
A medio siglo de aquel trascendental día en la vida de San Ignacio de Loyola, y por ende de la Iglesia toda, los jesuitas han inaugurado el 20 de mayo último el “Año Ignaciano” también bajo la denominación “Ignatius 500”.
Tal como explican en la página oficial (www.ignatius500.org) “Ignatius 500 conmemora una transformación personal que cambia la historia de la Iglesia para siempre. Es un acontecimiento que, como es habitual en la manifestación de Dios en la vida, se produce sin necesidad de solemnidad o artificios.
Vale la pena rememorar los hitos principales de un relato que sigue hoy inspirando a personas de contextos y culturas diversas en todo el mundo.” El lema central de la propuesta es “ver nuevas todas las cosas en Cristo”, estando atento a las necesidades del entorno, asumiendo las propias limitaciones, y saliendo al camino para descubrir a Dios en todas las creaturas y en todos los acontecimientos.
En el marco del Año Ignaciano el jesuita Cristóbal Fones compuso la canción “La Herida” sobre letra de José María Rodríguez Olaizola. La obra comienza con una voz a capella anunciando “Al final de la vida llegaremos con la herida convertida en cicatriz.”
En acompañamiento posterior de piano, violines, cello, percusión y coros, la canción nos invita a reflexionar sobre los tormentos y dificultades que hemos de atravesar a lo largo de nuestras vidas, que sin embargo están siempre bajo el amparo de la amorosa providencia de Dios y son ocasión para la peregrinación sincera, la lucha y la cotidiana conversión, siguiendo el ejemplo de San Ignacio. La hermosa producción en video estuvo a cargo de Matías Blake, quien supo acompañar la conmovedora canción con sencillas pero fuertes imágenes simbólicas.
Compartimos la bella pieza con su videoclip como invitación a vivir también nosotros un peregrinar esperanzado fundamentado en la fortaleza que nos llega por gracia del amor divino y nos invita a volver a compartir nuestras penas y alegrías como hermanos de un mismo Padre.
La Herida