Tlacuilo o tlahcuilo (del náhuatl tlahcuiloh, “pintor, ilustrador”, en plural tlahcuilohqueh) es un término –ya integrado al español hablado en México— para designar, dentro de la historiografía del México antiguo, lo que hoy llamamos escriba, pintor, escritor o sabio.
El 27 de mayo de 1695 nació en la ciudad de Oaxaca, Oaxaca, Miguel Cabrera, quien destacó como fecundo pintor de su tiempo y como el gran pincel que dio a luz los retratos más bellos del milagro de la tilma de San Juan Diego Cuauhtlatoatzin; el llamado “Milagro de las flores”: la imagen de la Guadalupana estampada por Dios en la tilma del indígena santo.
Cabrera dejó poca huella de su vida particular. Sin embargo, se sabe muy bien que perteneció a la corriente de exaltación criolla que en el Siglo XVIII descubrió, o trató de descubrir, qué era “lo americano” y, más concretamente, qué era “lo mexicano”.
Fue, por decirlo así, el pintor del llamado “nacionalismo criollo” que tuvo como signo de una nueva nación (la nación mexicana, mezcla de español e indígena) la imagen mestiza de Santa María de Guadalupe, misma que sirvió de estandarte durante la revolución de Independencia, iniciada por el sacerdote Miguel Hidalgo, en 1810.
Estas son algunas de sus maravillosas obras (Galería):
“En consecuencia, las actividades de los novohispanos tendían a reforzar esa identidad y uno de los principales símbolos de su esfuerzo se cifró, en el Siglo XVIII, en la imagen de la Virgen de Guadalupe. La Guadalupana fue criolla, es decir, nació en América; por añadidura era una virgen morena, lo que la convertía también en indígena y, por ende, en doblemente mexicana”, dice Mónica Martí en su ensayo Miguel Cabrera, pintor de su tiempo (1999).
Como pintor de academia y como maestro de pintura, Miguel Cabrera dedicó gran parte de sus esfuerzos a pintar y a difundir la imagen de la Guadalupana. Existen sus cuadros en numerosos templos guadalupanos de México, como por ejemplo, en el segundo santuario mariano de México, el Templo de La Congregación, en Querétaro.
Fue pintor de cámara del arzobispo Manuel José Rubio y Salinas y fundador en 1753 de la primera academia de pintura de México. Sus contemporáneos hicieron una obra pictórica impresionante, en la que la Virgen de Guadalupe ocupa un lugar central.
En 1751 había ya recibido el honor de “tocar”, es decir, examinar personalmente el ayate de Juan Diego, junto con otros pintores como José de Ibarra y Manuel de Osorio, a invitación expresa del Abad y de los prebendados de la Colegiata de Guadalupe.
Tras el examen, Cabrera –también muy apreciable escritor—publicó en 1756 el libro Maravilla americana y conjunto de raras maravillas observadas con la dirección de las reglas del arte de la pintura en la prodigiosa Imagen de Nuestra Señora de Guadalupe de México.
Reconocer físicamente el ayate le dio a Cabrera la oportunidad de pintar innumerables veces la sagrada Imagen. Aún ahora sus “guadalupanas” son mundialmente apreciadas. Fue pintor de la Virgen, sin discusión alguna, su tlacuilo.
En su libro Maravilla americana, Cabrera reconoce –tempranamente—lo que la ciencia ha venido corroborando desde el siglo XIX hasta nuestros días. Vale la pena asomarse a este testimonio de las “raras maravillas” que encontró al “tocar” el lienzo un pintor enamorado de la Virgen de Guadalupe:
· La conservación de la imagen a pesar de los años que tiene y el soporte, dos lienzos unidos por hilo, el cual asombra al autor por su resistencia.
· El material con que está hecho el lienzo, siendo éste de pita con lo que se formó el ayate en que la pintura fue realizada.
· La falta de aparejo de la obra, por lo que los colores se pueden observar al reverso del lienzo.
· La ejecución perfecta del dibujo, en su delineado, simetría y correspondencia entre las partes de la figura, de las cuales da su medición a base de rostros.
· De esto parte para señalar que la Virgen representada tiene entre catorce y quince años, lo que respalda con la historia de las apariciones a Juan Diego, en donde este se dirigió a la Virgen como niña.
· Las “cuatro especies de pinturas” con que fue hecha la obra: temple en la túnica, las nubes y el ángel; el fondo labrado al temple; manos y rostro al óleo y el manto al aguazo.
· El dorado que tiene la obra en el manto, la túnica, la corona, los rayos que salen detrás de ella y las estrellas. De éste señala su unión con el lienzo “como si estuviera impreso”. Asimismo se asombra del contorno que encuentra en la imagen por ser muy delgado.
· Finalmente, Cabrera establece que la pintura, dado todo lo que observó, es “obra milagrosa, y que excede con clarísimas ventajas a cuanto puede llegar la mayor valentía del arte […] es el más auténtico testimonio del milagro”.