Para mis abuelos, ser padres de unos padres, no fue una cuestión de acumular más antigüedad en ese papel. Sino que empezaron una nueva etapa de su amor conyugal, en la que como en las anteriores, transitaron esforzándose por conservarse íntegros entre los claroscuros de su condición humana.
Alguna vez, en su transparencia, nos dijeron que habían aprendido echando a perder, pero que habían aprendido. Esto les permitió reeditar su paternidad en su relación con hijos y nietos, siendo orientadores bajo nuevas formas de consejo, consuelo y compañía.
Para sus hijos, solicito acompañamiento.
Para los nietos, un amoroso refugio en los accidentes infantiles, nuestras crisis de adolescencia, y los primeros golpes de nuestros ideales juveniles contra la realidad.
Alguna vez, mi abuela que era muy bromista, al apagar la vela de uno de sus cumpleaños, expresó su deseo de que toda la familia desarrollara gusto por la arqueología; pues así, mientras mi abuelo y ella más envejecieran, nosotros los encontraríamos "más interesantes".
Lo cierto era que mientras crecíamos, éramos cada vez más de nuestros abuelos, y ellos eran más nuestros, entre más envejecían.
En esos cortos y dulces años, se esforzaron porque aprendiéramos a conservar la paz en las situaciones más sencillas de todos los días, y, con el tiempo, hasta en las más difíciles, en las que los podemos recordar hablándonos en un tono acogedor y sosegado.
Consideraban y con mucha razón, que la paz se conquistaba con esfuerzo y dominio sobre los altibajos de nuestra naturaleza, condición indispensable para ser reflexivos y andar siempre en verdad.
De ello daban un ejemplo inmediato y directo. Para nosotros significaba una sólida madurez afectiva, imposible de adquirir por el solo razonamiento, en los libros, la escuela o por una cultura de usos y costumbres que suele perderse en lo banal.
Así aprendimos a que nunca pesara más lo externo, sobre nuestra nuestra intimidad.
Un principio que nos descubrió valores que nos acompañarían siempre, y que trasmitiríamos también a nuestros hijos y nietos, quienes a su vez harían lo mismo con sus descendientes.
Algunos de sus valores son:
Y mucho más…
No olvido el día en que nació mi primer hijo… su primer bisnieto.
Estábamos en la habitación de la clínica mi esposa y yo, como nuevos padres, mis padres estrenándose como abuelos, y mis abuelos como flamantes bisabuelos. Todos en torno al nuevo ser, irradiando ese calor que solo puede provenir de la intimidad misma de las identidades familiares.
Cumplido su ciclo de vida, mis abuelos fueron llamados por el Señor, rodeados por sus seres amados, mientras sacaban fuerza de sus almas para despedirse sonriendo.
Hoy, aun los podemos sentir y escuchar, en esos murmullos con que solían comunicarse, por haber vivido entre si una dilatada unión amorosa. Una unión que dejaría un imborrable rastro de luz.
Los abuelos no son solo un escalón más de la consanguinidad en línea ascendente, mucho menos una etapa de estancamiento o degradación, sino una inédita y novedosa fase de conyugalidad, que se renueva como frondoso árbol para cubrir con su amorosa sombra a las nuevas generaciones.
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