En el año 2011, un grupo de personas se acercaron a distintos pueblos de Francia en busca de la huella de una religiosa que había fallecido hacía más de un siglo. Eran los descendientes de unos ciento ochenta esclavos que la beata Ana María Javouhey había ayudado a emancipar en las primeras décadas del siglo XIX. Tal había sido el recuerdo imborrable de aquella mujer en los corazones de aquellas familias.
La historia de Ana María empieza en una pequeña localidad francesa llamada Jallenge, donde nació el 10 de diciembre de 1779. La quinta hija de una extensa familia de diez hermanos, Nanette, como la llamaban cariñosamente los suyos, creció en un entorno repleto de amor y de profunda fe. A sus diez años, Nanette fue testigo y protagonista de los acontecimientos que cambiarían la historia de Francia y de Europa para siempre.
A esa edad, había recibido la primera comunión y no estaba dispuesta a renunciar a la misa, a pesar de las persecuciones que se empezaron a extender contra la Iglesia por toda la Francia revolucionaria. Además, Nanette vio en su propia casa como sus padres se jugaron la vida organizando ceremonias clandestinas y escondiendo a sacerdotes. Ella misma, se dispuso a reunirse con otros jóvenes de la zona para compartir sus ideas sobre la fe y el catecismo.
El 11 de noviembre de 1798, Ana María Javouhey se consagró a Dios y dos años después se unió a una pequeña comunidad de Besançon en la que se volcó en tareas caritativas y en la educación de los niños y niñas de la zona.
Durante un tiempo, la hermana Ana María estuvo viviendo en distintas comunidades francesas y suizas hasta que regresó a casa de su padre desde donde impulsaría su proyecto personal que se materializaría en una pequeña comunidad en Châlon-sur-Saône. En 1804, con motivo de la coronación de Napoleón, el Papa Pío VII se había trasladado a Francia y en su camino de regreso se detuvo en Châlon-sur-Saône. Ana María y sus hermanas acudieron a verlo y el pontífice las animó a continuar con su incipiente proyecto.
En 1806 se aprobaban los estatutos de la nueva orden que con el tiempo sería conocida como la Congregación de las Hermanas de San José de Cluny y en 1807 era reconocida por el obispo de la diócesis.
Junto a Ana María, otras siete jóvenes, entre las que se encontraban algunas de sus hermanas, hicieron sus votos ante el obispo de Autun y tomaron el hábito religioso iniciando una andadura de vocación religiosa y servicio a los demás que continuaría hasta nuestros días. Las principales tareas, junto a la oración, se centraron en la educación de niños y niñas. Pero en 1810, con motivo de la guerra en España, empezaron a llegar un gran número de enfermos a los que las religiosas cuidaron y aliviaron su dolor.
Dos años después, las religiosas se trasladaron a un antiguo convento que estaba en venta en la localidad de Cluny estableciéndose definitivamente y adoptando el nombre de tan emblemática ciudad. Pero Ana María Javouhey no permaneció mucho tiempo en la casa madre. Tenía muchos proyectos en mente y otros que le fueron propuestos por las autoridades francesas que vieron en ella a una líder y una personalidad única.
Ana María fundó varias escuelas para niños en Francia hasta que en 1822 aceptó el reto de viajar hasta Senegal. En su vida como misionera, fundó distintas escuelas y hospitales en varios países africanos. Un año después regresaba a París donde ayudó en la creación de una escuela para formar a futuros clérigos africanos que emprendieran una labor de evangelización en África.
En 1828 se trasladó con un grupo de religiosas de su congregación hasta la Guayana francesa donde continuó con su labor misionera. Ana María y sus hermanas se ganaron el cariño de las personas de aquellas lejanas tierras por el ejemplo dado y el esfuerzo realizado entre aquellas gentes que nunca olvidarían a la religiosa.
Fue en Mana, donde ya había fundado una leprosería, que la hermana Ana María Javouhey inició su importante labor de emancipación de los esclavos por orden del rey. El reto no era pequeño. Cientos de esclavos liberados recibieron de la comunidad de Ana María una formación religiosa y apoyo incondicional que convertiría a la religiosa en la madre de todos ellos. Cuando en la primavera de 1843 regresaba de nuevo a Francia, dejaba un vacío en los corazones de muchas de aquellas personas a las que había enseñado a vivir en libertad y a valerse por sí mismas.
Ana María Javouhey continuó con su labor de evangelización y de ayuda a los antiguos esclavos y esclavas. Siguió expandiendo su obra por todo el planeta. A su muerte, en 1851, la Congregación de las Hermanas de San José de Cluny contaba con más de mil hermanas y en la actualidad continúa con su labor misionera en todo el mundo.
El 15 de octubre de 1950, el Papa Pío XII proclamaba Beata a Ana María Javouhey.
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