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Por qué a veces sentimos tristeza al percibir a Dios

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Carlos Padilla Esteban - publicado el 07/06/21
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Ese amor tan grande se derrama ante mis ojos y yo siento que estoy muy lejos, por eso me postro, por eso comulgo...

Siempre me apasiona la fiesta del Cuerpo y la Sangre de Cristo. Jesús se coloca en el centro de mi vida. Y yo lo adoro, me postro, me miro en mi pequeñez y veo su grandeza.

Pienso en ese Jesús en carne y sangre al que sigo. Quiso hacerse hombre, cercano, humano, para caminar al ritmo de mis pasos.

La eucaristía me recuerda su presencia por amor. Se quiso quedar para que yo pudiera recibirlo en mi interior. Para que pudiera comerlo y beberlo.

Me sorprende este Dios que se vuelve pan de vida para darme esa vida eterna que necesito. Se hace pequeño para que no me asuste ante su inmensidad. Viene a mí para buscarme en medio de mis días.

Me asusta el misterio y quiero saberlo todo. Pero es imposible porque todo está oculto. Todo es un misterio.

Me hablan de la fe, de creer en lo que no se ve. Pero a veces no puedo. Creo más en lo que toco, en lo que abarco, en lo que se abre ante mis ojos en su verdad más íntima.

Los misterios me desconciertan. Y creer en lo que no está a mi alcance tiene que ser un don.

Le pido a Jesús que aumente mi fe. Que en su pan y en su vino, en su Cuerpo y en su Sangre vea su presencia misteriosa, su amor más grande.

No me escandalizo. Un Dios hecho carne ante mis ojos. El respeto ante el misterio exige de mí que me sienta pequeño.

Cuido el respeto ante lo sagrado. El anonadamiento de Dios que se hace carne no me escandaliza, pero no deja de asombrarme. Un Dios que se vuelve impotente.

¿Y qué hago yo ante esa humanidad que se presenta ante mí? Me postro lleno de respeto. Me humillo para que se manifieste ante mí. Y me siento indigno, porque nunca soy digno de su amor, de su misericordia.

En esta fiesta celebro el amor humano que Dios me regala. El amor de ese Jesús que quiso romper su vida por mí. Se hizo esclavo de mi amor. Esperando a la puerta de mi vida la respuesta.

Ese amor tan grande se derrama ante mis ojos y yo siento que estoy muy lejos. Por eso me postro, por eso comulgo.

Porque necesito su fuerza, su poder, su amor, para salvar y sanar mi vida. Comenta Sor Verónica fundadora de Iesu Comunio:

Adoro a Jesús en mi propio corazón, porque lo recibo, lo consumo y su presencia llena todo mi ser. Y así recobro la pasión por la vida, por su llamada.

Mi vida cristiana es apasionante. Y no puedo dejar de sentir que soy muy pequeño, muy frágil.

Su amor es más grande que mi capacidad de amar. La Eucaristía aumenta en mi alma el deseo de entregar la vida.

Jesús viene a mí para que yo pueda ir a los hombres y entregar mi amor. Así de sencillo.

Pero luego me confronto con mis límites y siento que estoy tan lejos de ese amor que se hace carne, pan y vino para no olvidarme.

No puedo sino vivir con tristeza por no poseer todo lo que anhelo. Y además estoy llamado a vivir feliz, agradecido por todo lo que tengo.

¿Cómo le puedo tener miedo a ese Dios que se presenta a la altura de mis ojos? No me exige sumisión, no me pide lo imposible. Sólo me ama y espera que su amor despierte mi amor.

Recibo un amor inmenso que me desborda. Un amor que no espera nada, sin condiciones. Un amor misericordioso que es don, nunca un derecho. Porque el amor sólo se puede agradecer, nunca se puede exigir.

Hoy celebro la fiesta del amor de Dios que se hace carne para abrazarme. Y ese amor inmenso me sostiene, me levanta y me sana.

Ya sé cuál es el poder del abrazo, como escribe Elena Bautista: El abrazo es un arma de construcción masiva".

El abrazo reconstruye lo que está roto en mi interior. El abrazo de Jesús cada vez que comulgo.

El de aquellos que me dan el amor de Dios con sus brazos, con sus abrazos eternos. Esos abrazos que la pandemia ha vuelto tan escasos y que siguen siendo camino de salvación.

Leía el otro día:

La comunión con Cristo me vuelve comunión con mis hermanos. En la comunión coloco a Dios en el centro de mi vida.

Creo en el poder transformador del amor de Jesús cada vez que comulgo, cada vez que me postro y arrodillo para admirar, alabar y agradecer su presencia que transforma mis pasos y convierte mi vida en un testimonio de su amor.

Así funciona. No es la eucaristía el premio de los buenos. Sino el remedio para los enfermos que caminan cansados y abatidos y necesitan en su cuerpo y en su alma esa fuerza que los levante por encima de todos sus miedos.

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