El reino de Dios sucede a ritmo lento. Se impone sin violencia. Ocurre sin dolor. No necesita que yo haga algo y eso me desconcierta.
Un reino que crece sin que yo tenga que romper la semilla para que muera y surja la planta. Ni tampoco necesito estirar el tallo para que crezca.
Ni siquiera yo hago que crezcan las hojas. Menos aún soy responsable del fruto, ni de las flores.
Es la paradoja de este reino de Jesús tan distinto al que conozco.
Porque para mí los reinos de este mundo se buscan con pasión. Se conquistan con violencia e imposición.
El que al final vence se impone y retiene así el poder. No para siempre, sólo por un tiempo.
Porque una vez que lo posee toca defenderlo con todas las fuerzas. El nuevo rey, el poderoso, necesita rodearse de amigos fieles, sabiendo que muchos sólo lo buscan y pretenden por lo que posee y puede darles.
Suceden así las traiciones, las confabulaciones, las conspiraciones. Unos tratando de conquistar el poder, otros tratando de no perderlo.
Y el reino cae o se mantiene un tiempo determinado, nada es eterno en esta tierra. Y después de un rey derrocado, siempre viene otro y otros beneficiados en un reino concreto.
Habrá reinos mejores, más justos, que cuiden más a sus vasallos y se comporten con honradez sin caer en la corrupción.
Los habrá, aunque el poder tienta y la corrupción es algo que atrae al corazón humano.
Habrá también otros reyes déspotas y violentos que se aprovechan del poder que tienen y se imponen con rabia sobre los que no tienen poder ni influencia.
Todo reinado tiene su poder. Y el poder siempre despierta la atracción en el hombre. Atrae a todos, a débiles y a fuertes, a hombres inteligentes y a hombres necios.
El poder es seductor. Es curioso, cualquiera desea tener una cuota mayor de poder. Poder hacer más cosas, lograr más metas, tener más dinero.
El poder me permite llegar a muchos lugares y obtener lo que más deseo en el alma. Un cargo digno, una posición soñada.
Busco esa fama y ese aplauso que parecen prometerme una felicidad eterna. Ansío un dinero que pueda utilizar para mi bien y el de los míos.
Deseo esos bienes que me den seguridad y que nadie me pueda quitar. Y así va brotando el miedo, sí, el miedo a perder todo lo que poseo.
La posibilidad de que un rey más poderoso rompa mis defensas y penetre atravesando mis puntos vulnerables y acceda al interior de mi hogar, de mi reino.
Y desde ahí doblegue toda mi guardia, toda mi resistencia. Es así de sencillo. Los reinos de este mundo van y vienen. Caen y se levantan de nuevo.
Hay reinos peores y reinos mejores. Algunos más largos y otros muy cortos, poco importa.
Todos tienen rasgos similares, porque la naturaleza del hombre es una y no es original nada de lo que me sucede en el alma.
Antes que a mí otros muchos han sufrido las mismas tentaciones e inclinaciones.
Los reinos de este mundo no me interesan, no calman mi sed, no me hacen feliz. Por eso Jesús viene a establecer su reino.
Y me dice de muchas formas que es un reino diferente, con otras categorías. Su reino se compara con la semilla que crece bajo la tierra.
Primero algo tiene que morir para poder dar vida. Y de esa muerte, surge una planta que nace de la semilla.
Nadie recuerda la semilla, ni conoce su forma, ni sabe cuáles eran sus características. La semilla no importa, es solo el germen primero, el inicio de todo.
Y luego viene el reino. Son los tallos, las hojas y el fruto. Todo crece a un ritmo lento, impredecible, imperceptible.
Brota desde lo hondo de la tierra. Nadie lo siente. Crece sin que yo lo vea y un día veo brotar un tallo sorprendiendo a mis ojos.
Pienso en esa buganvilla muerta por la helada hace sólo unos meses. La di por muerta. No creía en el poder oculto de la vida bajo la tierra.
Miro sorprendido cómo ahora ha surgido un tallo poderoso y hojas verdes llenas de vida. Sé que vendrán sus flores con color de sangre. Y así todo brota desde el misterio de la muerte.
El reino de Jesús es un reino que no se puede ver, no se puede forzar, no se puede violentar.
El reino de Dios es como mi buganvilla, es como las plantas del agricultor que sólo tiene que esperar para ver surgir la vida.
Es tan distinto este reino a los reinos de este mundo. ¿Qué prefiero yo? Me gusta la rapidez y soy impaciente. Me gusta el poder tan atractivo que me promete una vida placentera y cómoda.
Pero Dios me dice que su reino exige de mí mucha paciencia, mucha calma. Exige que duerma tranquilo haciendo lo que debo hacer.
Que no me angustie pensando en el futuro. Que sepa que el reino brotará con calma, en el silencio de la noche, sin forzar la vida.
Y yo sólo duermo después de sembrar la tierra, regar los surcos, apartar la maleza. Y de la nada brota la vida. De mi cuidado va naciendo un reino mientras yo duermo. Así de sencillo.