Vivo desterrado en esta tierra que habito. Porque soy ciudadano del cielo. Tengo una sed infinita que no se sacia en el mundo. Escribe san Pablo:
Así es la vida en esta tierra: un vivir lejos del cielo con el que sueño.
Porque estoy hecho para el paraíso. Y no se calma mi búsqueda hasta que lo encuentre a Él para siempre.
Confío, eso no lo olvido. No dejo de confiar en ese camino trazado para mí. Tengo fe en ese Dios que me llama.
En la vida puedo vivir quejándome de las experiencias difíciles. Puedo vivir lamentándome con lo que ya no puedo hacer.
Puedo vivir con ansiedad por no llevar la vida que llevaba antes. Los cambios siempre incomodan e inquietan.
Quiero vivir con fe y alegrándome con lo bueno que tengo. Quiero ver lo positivo en todo lo que me pasa.
Confío aun estando lejos de la vida que sueño. Pero hago de mi camino una tierra en la que poder echar raíces.
Estoy de paso y al mismo tiempo es este mi hogar.
No me desentiendo de lo que aquí amo, de los que amo y me aman. No vivo caminando un palmo por encima del suelo.
Sufro con los hombres que sufren. Lloro con los que lloran. No soy indiferente ante el dolor humano.
Cargo sobre mis espaldas el peso del dolor de muchos, sólo el que puedo cargar.
No doy por perdida ninguna batalla. No me desentiendo del presente que habito.
Quiero que sea fecunda la semilla que siembro. Porque la vida son pocos años que pasan y dejan sólo un reguero que el tiempo difumina.
Yo confío y mi mirada es alegre y plena. No la enturbian los agoreros que marcan un destino fatal para mis días. Ni aquellos que sólo saben ver la suciedad con sus ojos.
No busco una perfección de paraíso sino que trato de hacer que lo imperfecto esté lleno de vida.
Por eso alabo a Dios como escucho en el salmo:
Alabo a Dios que ha tenido misericordia y me ha mostrado su benevolencia. Esa mirada de Dios me levanta y sostiene.
No vivo angustiado por las cosas que se me escapan de las manos. Nada es una certeza.
Sólo puedo responder por el hoy que acaricio. Confío en un amor más grande que me sostiene en medio de mi camino.
Me importa la meta. Pero más aún me importa vivir los días que tengo ante mí con el corazón arraigado en la tierra, en otros corazones.
Estoy de paso y al mismo tiempo tengo un hogar aquí y ahora. Vivo en el mundo de hoy pero no dependo del mundo.
Mi felicidad no depende del reconocimiento, del amor y admiración que reciba. No depende de que siempre reciba elogios y parabienes.
Mi corazón está apegado al cielo al mismo tiempo. Decía Carl Gustav Jung:
El mundo puede ser muy tentador cuando vivo buscando el reconocimiento o esperando el aplauso y el voto favorable de los que veo a mi alrededor.
Ese temor inconfesable por quedarme solo y no ser aceptado por el grupo, por la sociedad, por la masa...
Ser del mundo y no serlo al mismo tiempo. Esa paradoja que vivo como cristiano. Echo raíces y vivo anclado.
¿Cómo se unen el cielo y la tierra? ¿Cómo se puede hacer compatible el acto de enterrarme y el de volar?
Parece tan contradictorio echar el ancla y luego surcar los mares, mar adentro. Decía el padre José Kentenich:
Parece sencillo y no lo es. Puedo colocar lo que amo en el centro y no querer perder lo que hoy me da la paz y la seguridad.
Mi posición en el entramado del mundo. Mi cargo y mi poder. Mis amores y mis seguridades.
Veo todo como peldaños que me llevan al cielo, como alas que me permiten volar. Y si veo que me pesan demasiado las dejo caer, me desprendo, me libero. Esa actitud interior es la que importa.
Me duele dejar atrás lo que amo. He dejado mi corazón como prenda. Pero no reemplazo a Dios por las cosas que amo, por el mundo en el que echo raíces.