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Descubre la importancia de leer y charlar en familia

KSIĄŻKI DLA DZIECI
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Ignasi de Bofarull - publicado el 19/07/21
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Los niños a los que se les han leído, a los que se les ha hablado o, cuando menos, han escuchado las conversaciones de sus mayores (incluida la abuela) están más preparados para la escuela

Es sabido por todos que el tiempo se ha acelerado. Cada vez estamos más ocupados. Los trabajos tienen horarios más exigentes, las escuelas exigen más actividades. De hecho, antes todo andaba a otro ritmo.

El aburrimiento menudeaba, la gente tenía menos prisa. Incluso se podría decir que hace más cincuenta años con el sueldo del padre una familia salía adelante. La madre trabajaba en otros menesteres. Cuidaba a los mayores, atendía al hogar y también iba a la escuela a hablar con los maestros de su hijo; y asimismo se reunía con las amigas en tareas sociales muy sencillas como un ropero o iniciativas piadosas que a todo el mundo les parecía muy normal.

No estoy defendiendo nostálgicamente una vuelta atrás. Ni que las mujeres dejen de trabajar ni nada por el estilo. Lo que sí constato, siguiendo a estudiosos que hablan sobre estos temas y fijándome en mi niñez más temprana, es que ahora los reclamos del mundo son distintos.

Insisto, no hay forma de volver al pasado y además sería una quimera pensar así, pero no podemos negar que el sosiego de entonces permitía una extensa e intensa vida familiar. 

La presión del tiempo, la movilidad para ir al puesto de trabajo, por ejemplo, es diferente. Ir a la escuela o ir a nuestras faenas laborales exige muchas horas que van en detrimento de la vida familiar.

Pero cuando estamos en casa la vida familiar ha quedado marcada por el consumo de un mercado cada vez más exigente. ¿Un mercado exigente? Sí, un mercado que nos obliga a estar al día, a no perdernos nada, a seguir la moda, a probar la última novedad. A contar con el último coche o el más sofisticado veraneo.

Eso nos presiona para trabajar más, ganar más, gastar más. Y no solo entre los estratos altos sino también entre las clases medias. Hace muchas décadas la madre cosía y remendaba la ropa entre otras muchas tareas en las que destaca ser el eje familiar. Y el gran veraneo era ir al pueblo de los abuelos. La vida era a la fuerza austera.

Y lo realmente divertido era andar entre amigos, jugando a bolos, charlando, flirteando en el baile de la fiesta mayor o en las interminables sobremesas en las que los niños solían escuchar atentamente o se iban a la calle no sin haber pedido a los padres permiso para levantarse. 

La lectura era un recurso muy socorrido quizá más abundante entre los estratos más cultos. Los libros se tomaban y se leían con parsimonia. Y muy frecuentemente nos encontrábamos con el padre leyendo el periódico, la madre leyendo una revista y el niño (o niños) leyendo algún libro de Enid Blyton o Guillermo Brown.

En verano, en el pueblo, después lo niños corrían a su cabaña y allí la palabra volvía a estar presente pues se imaginaban, con otros niños, las reglas del propio club (como el Club de los Cinco).

Fijémonos en el valor de la palabra y de la poesía y del teatro en una película como El club de los poetas muertos (Weir, 1989).  No propongo la película como modelo de nada, sino que me interesa que se palpe la presencia de la palabra, la lectura, la literatura en la vida de los años cincuenta. 

El ocio ha cambiado radicalmente y no me voy a extender. Es un ocio digital que capta nuestra atención y nos aísla en nuestro segmento de mercado. ¿Lectura, charla, conversación, tertulia, sobremesa?

Todo esto ha ido desapareciendo. Los móviles o las series encadenadas, los videojuegos, digámoslo claro, han fulminado el tiempo familiar a menudo presidido por la palabra, la lectura, la conversación. Y tenían razón aquellos que hace muchas décadas señalaban que la televisión interrumpía la comunicación familiar. Y más cosas: la lectura, la sobremesa, etc. 

Los últimos estudios señalan que la calidad del lenguaje, su sintaxis, la finura y extensión del vocabulario son índices de éxito escolar pues facilitan el aprendizaje y la comprensión lectora es la base del progreso académico.

Los niños a los que se les han leído, a los que se les ha hablado o, cuando menos, han escuchado las conversaciones de sus mayores (incluida la abuela) están más preparados para la escuela.

Y eso es así pues la escuela es el templo del saber, del conocimiento, del aprendizaje, de la instrucción (cada uno que elija su sustantivo preferido) pero nadie discutirá que siempre es la palabra el vehículo. "Y unos cuantos números", se me dirá. Por supuesto, pero las matemáticas se enseñan con palabras. 

Entonces, con la evolución de las últimas décadas quien más sufren son las clases más humildes, pero sobre todo las familias con menos educación. Allí la palabra no tiene el mismo valor que en los hogares de los estratos medios y más altos de la sociedad.

Algunos padres incluso llevan al teatro infantil o juvenil a sus hijos o, si me apuran, les intentan trasmitir su cultura de universitarios a través de conversaciones informadas en las sobremesas o mediante la compra de libros infantiles, juveniles o enciclopedias. 

En resumen, los niños, los chicos que acaban fracasando en la escuela (y a veces en la vida) padecen este destino por muchas razones.

Una, quizá pequeña, es la ausencia de la lectura antes de dormir, en la sala de estar con los padres, en la promoción del libro en los mejores colegios. En las tertulias y sobremesas: en los tiempos de compartir las comidas, o las cenas, o los desayunos.

Ahí pasan muchas cosas o, negativamente, no pasa nada pues se cena delante de la nevera y cada uno se va a su habitación digitalizada. En las comidas alrededor de la mesa se proyectan vacaciones, se explica la actualidad política, social, y, por qué no, deportiva en incluso cultural.

Ahí, en la mesa, los padres les preguntan a los hijos por sus tareas en el colegio o se pone sobre la mesa la última reunión escolar programada para el segundo trimestre. Ahí descubren muchos padres que deben ponerse al día en una tutoría con el maestro o el tutor.

Y ahí los hijos aprenden a hablar con un lenguaje reflexivo, refinado, sutil: el lenguaje de sus mayores.

El fracaso escolar está basado en la pobreza, el barrio, el paro, la creciente inequidad, pero también en la cultura familiar. Un matiz: en la cultura familiar de la palabra.

Los hijos de maestros, padre y madre, pueden ser gente humilde económicamente, pero a estos profesionales del saber no se les escapa el valor de la palabra. Y sus hijos suelen prosperar en la escuela. 

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