Se cumplen estos días 80 años desde la muerte de Rabindranath Tagore (7 de mayo 1861-7 de agosto de 1941) que fue el primer no europeo en recibir el Premio Nobel de Literatura (1913). En la concesión del Nobel influyeron unas pocas obras traducidas por él mismo al inglés y, de modo especial, la colección de poemas denominada Gitanjali.
Escrita originalmente en bengalí, Gitanjali (1910) constaba de 157 poemas. El propio Tagore tradujo y publicó 103 poemas en The English Gitanjali or Song Offerings (1912) de los cuales sólo 53 provienen del texto bengalí y el resto de otras obras de Tagore. Esta versión inglesa incluye prólogo del poeta Yeats, quien había quedado deslumbrado por Tagore.
Es de notar que Tagore pasó el verano de 1924 en Argentina donde sería alojado por la escritora Victoria Ocampo. Por su parte, a partir de 1915 el matrimonio Zenobia Camprubí y Juan Ramón Jiménez llevaron a cabo una traducción de Tagore que produjo un hondo eco en los lectores de lengua española de todo el mundo.
Tagore es un místico. Su poesía se centra en Dios y el yo. Todo lo demás aparece como el contexto en el que esa relación tiene lugar. Todo lo demás contribuye al juego que juegan Dios y el hombre. Quizá el hombre mismo sea un juguete, «un jirón de una nube de otoño» en un cielo que es Dios. El cielo es permanente; la nube, no. Por eso Dios puede dejar pasar la nube: «y cuando te guste dejar tu juego, con la noche, me derretiré, me desvaneceré en la oscuridad».
En un momento en que en Occidente se va gestando una reacción anticristiana pero que añora el aliento del Espíritu, la mística de Tagore alivia ese vacío.
Hablamos de la Europa que ha engendrado la filosofía de la sospecha y el despego afectivo de un mundo racionalizado y desencantado (Entzauberung der Welt, lo llamó Weber), que ha asistido a la muerte de Dios (Gott ist tot, dirán en alemán tanto Hegel como Nietzsche y en ruso el Dostoyevski de Los hermanos Karamazov).
Esa Europa que es Occidente, decimos, ha perdido algo esencial y no sabe lo que es. Y Tagore habla un lenguaje que mitiga esa sed. Porque Tagore es un místico, un hombre meramente humano que aspira a la grandeza, al absoluto, a Dios, en suma. Pero su Dios es el Dios de la India.
El místico no se resigna con lo temporal, busca lo eterno; se sabe finito pero añora lo absoluto; las criaturas, aunque vestidas de hermosura porque el amado “Mil gracias derramando, pasó por estos sotos con presura”, no le bastan y busca la Belleza, fuente de todo el encanto del mundo.
Tagore, el místico, toma conciencia de que la aventura de la vida se juega entre el hombre y Dios. Pero el hombre es limitado, finito, frágil… un mendigo, en suma, que depende de la generosidad ajena.
Así lo ve Tagore y en uno de los poemas del Gitanjali el pordiosero que es cada uno de nosotros ve, de pronto, que la carroza del gran rey se detiene. El rey de reyes desciende y se dirige hacia el pedigüeño. Surge la expectativa de recibir. Y el gran rey le dice: «“¿Puedes darme alguna cosa?”. ¡Ah, qué ocurrencia la de tu realeza! ¡Pedirle a un mendigo!».
Pensar que el rey tiene que dar, que Dios ha de obrar necesariamente de una manera prefijada, es quitarle su iniciativa. Así son ciertos acercamientos a la divinidad: rezar, pedir a Dios que saque adelante mis proyectos, que calme mis males. Pero Dios sorprende. Elige el modo en que quiere mostrarse. Tagore lo ha descubierto.
Si hemos de creer a Rahner, el cristiano moderno será místico o no será. Ser místico es vivir de la experiencia de Dios, de la vivencia del Absoluto. Hay místicos de la ausencia y la añoranza (Meister Eckhart, La nube del no saber) y los hay de la presencia y el gozo (S. Juan de la Cruz o Sta. Teresa de Jesús que encuentra al Señor “entre los pucheros”).
La mística de Tagore es, en cierto sentido, una mística “de ojos abiertos”: ve a Dios «en el mercado del mundo», en la nube y en el árbol, en la tierra y en el mar. Y lo encuentra en el viaje de la vida porque Dios «camina, con la ropa de los miserables, entre los más pobres humildes y perdidos».
La disposición del hombre y la actitud del rey de reyes. Dios siempre está cerca, ahí mismo, a un paso: «¿No oíste, sus pasos silenciosos? El viene, viene, viene siempre». ¿Qué ha de hacer, entonces, el hombre? Abrir sus ojos, aprender a mirar, hacerse consciente de que «mi alegría es vigilar, esperar junto al camino».
La muerte también llegará a la puerta de mi casa. Entrará en mi vida «llamando, en tu nombre». Y entonces pasaré a la otra orilla, veré tu rostro en «la playa de la eternidad donde nada se pierde».