La policía soviética tuvo en los católicos uno de sus principales blancos. Vinculados, según las autoridades rusas, con la defensa de la monarquía y las actividades contrarevolucionarias, fueron perseguidos y condenados tras juicios caracterizados por sus escasas garantías.
La Rusia de Stalin terminó con la vida de miles de personas que no quisieron renunciar a sus creencias. Aunque su decisión fuera una condena segura. Conocidos como los “Nuevos mártires de Rusia”, soportaron todo tipo de injusticias, torturas y condenas mientras veían también cómo sus hogares, los conventos en los que habían dedicado su vida a la oración, terminaban convertidos en campos de concentración o reducidos a cenizas.
En todos y cada uno de estos mártires se escondía una historia personal de coraje y determinación; de lucha y profunda creencia en Dios. Pero durante décadas, el Telón de Acero mantuvo a la Europa del Este oculta a los ojos de Occidente, ayudando a silenciar esta larga historia de purgas y exterminio.
La publicación en 1973 de Archipiélago Gulag, de Aleksandr Solzhenitsyn, denunció centenares de casos. Entre ellos, citaba brevemente a una mujer: “Fueron desarticulando y encarcelando a los ‘católicos del Este’, y al grupo de A.I. Abrikosova”.
Anna Ivanovna Abrikosova y su grupo fueron unas mujeres que habían optado por la vida religiosa, algo que suponía en su tiempo una auténtica temeridad. Anna había nacido el 23 de enero de 1882 en Moscú, en el entonces Imperio Ruso, en el seno de una familia acomodada propietaria de una fábrica. A Anna y sus cuatro hermanos mayores nunca les faltó de nada pero tuvieron que sobrellevar toda su vida la prematura muerte de sus padres. Su madre falleció al nacer Anna mientras que su padre moría pocos días después de tuberculosis. Desde entonces, vivieron bajo la protección de uno de sus tíos.
Anna recibió una buena educación y creció soñando con ser maestra. Su familia le permitió continuar con sus estudios en el extranjero, ingresando en el Girton College de la universidad inglesa de Cambridge. Cuando finalizó su estancia en Inglaterra, Anna regresó a casa y contrajo matrimonio con Vladimir Abrikosov. La pareja inició un largo viaje en el que ambos profundizaron en su fe y empezaron a leer libros católicos.
Anna y Vladimir empezaron a hacerse preguntas acerca de la Iglesia Ortodoxa rusa a la que pertenecían y, tras entablar contacto con un párroco de la Iglesia de la Madeleine de París, decidieron convertirse al catolicismo romano, aunque sin renunciar al rito oriental. Era el 20 de diciembre de 1908.
Cuando regresaron a casa en 1910, Anna y Vladimir se unieron a un grupo de dominicos de la Orden Tercera de San Domingo en la iglesia católica de San Luis de Moscú. Siete años después, el marido de Anna decidía ordenarse sacerdote y ella optó por convertirse en hermana dominica asumiendo el nombre de hermana Catalina de Siena. En su hogar aglutinó a un grupo de mujeres atraídas por su carisma y su profunda fe. “El objetivo de la comunidad – explicó la propia Anna durante un interrogatorio tiempo después – es el perfeccionamiento espiritual de aquellos que entran a formar parte de ella, a través de la oración, la penitencia y un serio trabajo ascético sobre las debilidades personales”.
Mientras Anna Abrikosova seguía aquel camino de conversión y búsqueda de una nueva vida entregada a la oración, el mundo a su alrededor parecía desmoronarse. La revolución de Octubre cambió para siempre la historia de la Rusia zarista. Empezaba un nuevo orden, la Rusia soviética, que derivó en una radical persecución de todo aquel que no siguiera fervientemente los dictados del comunismo soviético.
La policía secreta soviética no tardó en poner bajo vigilancia la casa de la hermana Catalina en la que no solo pasaban las horas rezando sino que se volcaron en la asistencia de enfermos, niños y personas desvalidas. Ni ella ni sus hermanas estaban dispuestas a abandonar su modo de vida.
Ni tan siquiera cuando las amenazas empezaron a materializarse y vieron cómo a su alrededor, las detenciones y encarcelamiento de sacerdotes y religiosas eran cada vez más constantes mientras que sus iglesias se cerraban por órdenes soviéticas.
En 1922, Vladimir Abrikosov era condenado al exilio. Nunca más regresaría a Rusia. Nunca más volvería a ver a quien fuera su esposa y su inspiración para abrazar la vida religiosa. La voluntad y determinación de Anna no disminuyeron ni un ápice. Había elegido la vida religiosa y no le importaba que el nuevo régimen la considerara una enemiga pública.
Sabía que muy probablemente terminaría siendo detenida pero ella seguía rezando y manteniendo su vida religiosa junto a sus hermanas. En aquel tiempo, Anna escribió: “Cristo quiere ahora en Rusia víctimas dispuestas al sacrificio total, como nuestras monjas. […] Ha llegado la hora en la que se nos pide valentía y santidad y, sobre todo, ofrecimiento y humildad…”.
Considerada como una de las principales líderes del movimiento católico contra el régimen soviético, en 1924 fue condenada a diez años de cárcel en régimen de aislamiento absoluto en distintas cárceles.
Antes de cumplir toda la condena, tuvo que ser trasladada a un hospital penitenciario para ser operada de un cáncer de mama que le provocó la pérdida del pecho izquierdo y parte de la movilidad del brazo izquierdo. Sin embargo, se había curado y continuaba dispuesta a no arrepentirse de sus creencias. Aquel mismo año fue liberada y pudo regresar a casa.
Sus amigos le intentaron convencer para que abandonara su vida religiosa y viviera sin provocar sospechas ante el régimen estalinista. Incluso hubo quien le propuso ayudarla para poder salir del país. Lejos de hacerles caso, volvió a reunir a algunas de sus hermanas y regresó a su vida anterior, mostrando una fuerza y un carisma excepcionales.
Un año después, Anna y otros católicos eran detenidos acusados de conspirar contra el régimen e intentar restablecer el zarismo. Regresaba de nuevo al aislamiento de cárceles insalubres y pasó por varios campos de trabajo, conocidos como gulags. Un nuevo cáncer, esta vez extendido en sus huesos, terminó con su vida el 23 de julio de 1936. Los restos mortales de la hermana Catalina de Siena fueron incinerados y lanzados a una fosa común.
Su memoria permanecería viva en el recuerdo de todos aquellos católicos que continuaron enfrentándose a la larga dictadura de Stalin. Anna Abrikosova fue una de las miles de personas que perdieron su vida por no querer sucumbir a un orden establecido que anulaba la voluntad individual y les negaba algo esencial, la libertad para creer en lo que ellos quisieran. Anna no abandonó nunca su fe y se convirtió en todo un ejemplo a seguir.
En 2003 se iniciaba su proceso de beatificación junto a otros hombres y mujeres conocidos como los nuevos mártires de Rusia.
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