¿Cuándo empezó? ¿Por dónde vino?... No lo sé. Mi proclividad a la depresión puede ser el resultado de una herencia genética sumada a la influencia de una conflictiva familia de origen, y mil cosas más.
Lo cierto es que padezco un trastorno cuyos síntomas afectan al comportamiento y se asemejan a una enfermedad neurológica, pero que no procede de ninguna enfermedad física conocida ni se pueden explicar por ella. Paradójicamente mi constitución es de un varón alto, fuerte e inteligente según algunos test que alguna vez se me aplicaron.
Y… dentro de mí había un “además” que me hacía rechazar esa vulnerabilidad.
Alguna vez en consulta un neuropsiquiatra me dijo con fría dureza: tienes una enfermedad para la cual, aunque existe medicina y terapia específica, no existe una solución definitiva, por lo que deberás aprender a manejarla y quizá de esa forma puedas superarla.
Sus palabras me golpearon: ¿Quizá alcance a superarla? ¿Incurable?
Se había referido a algo que me hacía entrar en los oscuros callejones del miedo, cuando me encontraba en una etapa de mi vida en la que me sentía muy solo.
Tal especialista no andaba errado, pues esa rara limitación se convirtió en compañera de viaje de mi vida marcando la impronta de mis errores, derrotas, culpas personales y mis modestos logros, mientras me hacía mucho daño a mí mismo, o se lo hacía a mis semejantes.
Luego, con el afecto y consejo de buenos amigos comencé a buscar a Dios, ignorante de que era Él quien me buscaba. Fue entonces que adopté la actitud de, con el mazo dando y a Dios rogando.
Luego, tras arduo esfuerzo: una conquista laboral y el amor de mi propia familia.
Por ello me sentía tan bien y tan seguro, que parecía que todo quedaba como un ominoso pasado. No tenía adicciones, trabajaba duro, tenía cierto éxito, enfrentaba mi conciencia, reconocía mis culpas, rectificaba y lograba una cierta paz y libertad interior.
Sin embargo… recaía.
Me pasaba lo que en el microrrelato del escritor Augusto Monterroso que dice: “Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí”.
Mi enfermedad, mi dinosaurio, seguía allí.
Fui comprendiendo que, como en las adicciones, no se trataba de evitar exponerme a ciertas situaciones de riesgo que pudieran desatar la compulsión … Mi enemigo me acompañaba a todas partes, todas las horas del día en las sombras de mi subconsciente, produciéndome pensamientos que no concordaban con la realidad, desatando mi ansiedad.
Un enemigo al que empecé a reconocer en mis prejuicios, presunciones equivocadas, el rumiar ideas obsesivas, la forma en que procesaba recuerdos y sobre todo, a mi reacción cuando alguien, sin saberlo, tocaba mi vulnerabilidad.
Y fui aprendiendo que los días de sol se hicieron para las noches oscuras, y en esos días de luz me preparaba para enfrentar la noche, cuando esta se presentase; lo haría recordando todo lo bueno que tenía y por lo que mucho valía la pena perseverar.
Con un plan para no reaccionar, y sí provocar que las cosas buenas sucedieran.
A Dios gracias fui perdiendo la capacidad de actualizar el dolor de mi pasado, y empezar a pensar cada vez más en un presente, al servicio de los demás.
Ya hace bastante tiempo que mi enfermedad no me cubre con su sombra mientras que, sin bajar la guardia, sigo perseverando en tres principios para vencer el enemigo desde mi interior mismo.
Sé que mi enfermedad sigue ahí, pero ya no le temo.
Testimonio anónimo con el fin de ayudar a otros.
Por Orfa Astorga de Lira.
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