Quiero una vida para servir. Quiero vivir sirviendo. Y quiero servir para poder vivir de verdad, a manos llenas. Por eso no quiero olvidar de dónde vengo.
Recuerdo con nitidez mi primer amor, esa perla escondida que descubrí un día. Toco entre mis manos ese tesoro encontrado en el terreno a veces confuso de mi alma. Vuelvo a revivir el motivo por el que me enamoré un día de Dios sin llegar a comprender ese día las consecuencias.
Hago memoria de la razón por la que pensé que mi vida merecía la pena sólo si me disponía a seguir los pasos de Jesús con calma y pasión. Con paz en el alma, con el rostro radiante de felicidad. Sabiendo lo que dejaba, aquello a lo que renunciaba.
Tengo claro que me da miedo vivir sin construir nada, sin sembrar nada, sin lograr nada. Y tal vez la vida no consiste en conseguir metas, en alcanzar logros. Más bien consiste en luchar hasta el extremo por hacerlo posible. El éxito de mis empresas no está en mis manos.
Me da miedo no llegar a escuchar la voz de los que no piensan como yo. Y así no abrirme a la crítica, al complemento. Pues siempre el que no piensa como yo me enriquece, me complementa y hace que lo que yo persigo llegue a ser mejor de lo que tengo ahora.
Acepto lo que piensan los demás, sin volverme loco. Sin querer contentar a todos, sin querer que todos estén felices y satisfechos con mis obras y palabras. No quiero trabajar para la galería, para que me aplaudan, eso sólo trae una infelicidad profunda.
Hay a mi alrededor más gente agobiada y triste que gente contenta. Más personas que no logran sacar adelante sus vidas y se fijan continuamente en las de los demás.
Hay tantos descontentos con la vida que lleva, con ese Dios que parece no responder a sus miedos y deseos, con el mundo que no responde a todas sus expectativas. Y yo sin miedo a la vida sigo pensando que es posible vestir de luz la noche y de esperanza la tristeza que lucha por quitarme la paz.
Veo que hay mucho miedo a la tormenta y a la desgracia. Tanta preocupación por la incertidumbre de este mundo en el que nada está claro y nada es seguro. El mal es poderoso y las desgracias que suceden quitan la paz y la alegría.
Comenta S. Agustín: «La auténtica vida no está en la rebelión, sin en la adoración silenciosa. No tenemos respuesta al problema del mal. No obstante nuestra tarea consiste en hacerlo menos insoportable y darle remedio sin orgullo».
Entonces, no entiendo el sentido del dolor, ni la herida que deja la pérdida. No logro aceptar que las cosas no son como deseo.
Y no tengo respuesta a las mil preguntas que me hace el que no entiende. Yo mismo corro el peligro de permanecer escondido esperando a que pase ante mis ojos la tormenta en medio de la noche. Con miedo a salir en medio de las olas y arriesgarme a perder la vida.
Ese miedo a llorar por las velas rotas de la barca en un intento inútil por apaciguar el mar. Entonces callo y espero y me asalta el miedo de ser mediocre, blando, tibio, gris, mudo, inútil, vacío, necio.
Por eso me levanto cada mañana dispuesto a no caer en la tentación de la liviandad. Tengo miedo de no llegar nunca a encender los corazones que se abren ante mí y se me confían.
Me asusta no llegar a ser capaz de dar respuesta en este tiempo que vivo lleno de preguntas abiertas. Comparten mis mismos miedos y yo me siento tan pequeño porque no es mi obra aquella en la que estoy sumido.
No es mi reino ese por el que tanto lucho y me esfuerzo tratando de dar la talla y estar a la altura. Me queda claro que es su Reino, el de Cristo y eso me deja más tranquilo. Él todo lo puede y yo solo no puedo nada.
Pasa el tiempo ante mis ojos y los sueños se elevan en forma de fuego. Siento que mi corazón se enciende al revivir el primer amor que un día movió mis pasos. Han pasado los años, ha crecido la vida en mí y a mi alrededor.
He cerrado días pasados. He guardado bellas memorias. Y ese fuego del amor vuelve a ponerme en camino. No me desaliento y confío. Sé lo que dejo y lo que elijo.
Por eso, por encima de verdades dichas a medias, o de las mentiras que quedan ocultas bajo apariencia de verdad, vuelvo a elegir a Aquel que me llama mientras la vida transcurre lentamente.
Sale a mi encuentro como ese hombre hijo de Dios que me ama con locura y quiere que sea caminante a su lado.
Y yo me siento en lo más hondo indigno, como Pedro aquel día tras la pesca milagrosa. ¿Quién soy yo? Me sé débil y pecador. Quizás como muchos. Nada especial. ¿Por qué me llama? Le vuelvo a preguntar al ponerse el sol cada tarde.
Y Él me contesta que porque quiere, y necesita mi sí alegre y convencido, y mi vida vacía de méritos y logros. Y es capaz de levantar montañas con mis brazos débiles y calmar los vientos con mi voz muda. Él quiere sólo que yo le quiera.
Eso le basta, no deja de sorprenderme, a mí que valoro los logros en los demás y veo con facilidad sus capacidades. Necesito elevar mi grito al cielo cada mañana, para que Dios me escuche, para saber que estoy vivo.
Sueño con que su voz llene mi alma cada hora y me cambie por dentro haciéndome más dócil, más niño, más hijo. Deseo su mano sobre la mía para calmar todos mis miedos y ansiedades.
Y que el fuego vuelva a elevarse desde lo más hondo de mi alma llenándolo todo con su presencia. Eso es lo que quiero.