Pocos minutos antes del canto de maitines, el 14 de diciembre de 1591, tras dos meses y medio de padecer unas “calenturas pestilentes”, llagas que producían fiebres muy altas, el pequeño cuerpo que encerraba la grandiosa alma de Juan de Yepes, nombre en el mundo de fray Juan de la Cruz, exhala su último suspiro, tendido en una cama de madera del hospital del convento de Úbeda.
Había llegado ahí en una decisión muy propia del autor de la Subida al Monte Carmelo: ir a Úbeda a pasar sus últimos días no porque en ese convento fuera a ser bien tratado, sino por el contrario: porque el prior no le tenía en buena estima. Los dos meses y medio que estuvo ahí, las llagas de la pierna se le pasaron a todo el cuerpo. Estuvo en carne viva. Jamás profirió una queja.
Luego de morir, fue enterrado dentro de una burda y sencilla caja de pino en el cementerio conventual. Ahí permanece un par de años. Pero, según lo cuenta José María Moliner en su libro San Juan de la Cruz, su presencia mística y su escuela poética, (Palabra, 1991) una dama segoviana de alcurnia, doña Ana de Peñalosa, quien había ayudado a fray Juan en la construcción del convento de Segovia y le tenía mucha devoción, quiso traer sus restos hasta ese lugar.
Como suele ocurrir, una vez muerto un hombre tan notable como fray Juan de la Cruz, sus hermanos de orden, incluso el prior del convento de Úbeda, reconocieron en él a un santo. Este último, incluso, fue a besar los pies blancos y fríos del cadáver de fray Juan, junto con toda la comunidad del convento y de los conventos cercanos: la leyenda del hijo de Catalina Álvarez había recorrido España y aún Nueva España (México), donde el santo quiso retirarse, pero antes encontró la muerte.
Doña Ana de Peñalosa pidió a los superiores de la orden carmelitana la posibilidad de trasladar a fray Juan desde Úbeda a Segovia. “Después de muchos forcejeos, los superiores acceden a la petición de doña Ana. Solo le recomiendan que el traslado se haga con el máximo sigilo, en secreto, sin que nadie se dé cuenta”, escribe Moliner. Finaliza el otoño de 1593, y las personas designadas por doña Ana hacen el trabajo convenido.
Amparados por la oscuridad la exhumaron los restos de fray Juan. Luego de ponerlo en una parihuela, fue trasladado, también con secreto (según lo pretendían hacer) hasta Segovia. Los 332 kilómetros que separan a la ciudad andaluza de la castellana los hicieron los enviados de doña Ana en un mes, viajando de noche. Pero fue tiempo suficiente para que muchos se enteraran del traslado. Entre ellos, don Miguel de Cervantes, en aquél entonces de 46 años de edad y que doce años después daría a la imprenta el inmortal Don Quijote de la Mancha.
En el capítulo XIX de la primera parte de la novela, Sancho y don Quijote, entreteniendo el hambre, cruzan un bosquecillo. A lo lejos ven venir “una gran multitud de lumbres que no parecían sino estrellas que se movían”. A Sancho, el recuerdo de la reciente manteada que le habían dado en la venta que don Quijote confundió con un castillo, la visión lo puso a temblar, sabiendo que su amo lo iba a poner nuevamente en aprietos.
Poco a poco, el cortejo se fue acercando. Caballero y escudero se apartaron del camino. “Y de allí a muy poco tiempo” descubrieron que eran unos “veinte encamisados, todos a caballo, con sus antorchas encendidas en las manos, detrás de los cuales venía una litera cubierta de luto, a la cual seguían otros seis a caballo, enlutados hasta los pies de las mulas, que bien vieron en el sosiego con que caminaban que no eran caballos”.
Don Quijote sale a su encuentro, pide explicaciones de donde venían, a donde iban, por qué se desplazaban tan sigilosamente, y sobre todo, a quien escondían bajo el manto de luto, pues se figuró “que en la litera eran andas donde debía ir algún malherido o muerto caballero, cuya venganza a él solo estaba reservada”. Como no le dieron satisfacción, arremetió y derribó, dejándolo malherido, a un bachiller y los demás salieron corriendo despavoridos.
En el piso y con el lanzón en el cuello, el bachiller don Alonso López, natural de Alcobendas, confesó a don Quijote que venía de Baeza con otros once sacerdotes y que iban a la ciudad de Segovia “acompañando un cuerpo muerto que va en aquella litera que es de un caballero que murió en Baeza, donde fue depositado y ahora, como digo, llevábamos sus huesos a su sepultura que está en Segovia, de donde es natural”.
Con esta explicación del bachiller tumbado y malherido, con una pierna rota y mirando el lanzón pegado a su cuello, don Quijote de la Mancha tendrá más calma. Pero todavía le falta saber algo (para ver si endereza un tuerto o deshace algún agravio): conocer de qué murió el caballero cuyos huesos llevan desde tan lejos hacia la ciudad castellana, y con tanta precaución.
El diálogo que sigue es fundamental para comprender de quién se trataba:
La primera semejanza es la del cortejo sigiloso de personas ligadas a la Iglesia. De hecho, tras haber terminado de confesar el bachiller Alonso López y de reunirse todos los clérigos que los acompañaban –el autor de la novela dice que iban sin armas—y tras de haberle robado la comida que llevaban para el camino, Sancho le dice a don Quijote que no siga con su aventura, pues puede ser que incurre en “descomunión”.
En segundo lugar, la procedencia y el lugar a donde se dirige la procesión de los encamisados. Vienen de Baeza y van a Segovia. Cierto, fray Juan murió en Úbeda. Pero de Úbeda a Baeza apenas se separan por 10.8 kilómetros, por lo cual puede ser perfectamente posible que el cortejo haya partido de la ciudad andaluza de Baeza. Y la dirección a Segovia da cuenta de que eran los enviados de doña Ana.
Finalmente, el hombre que llevaban en la parihuela había muerto de unas “calenturas pestilentes”, o sea, de una llagas malolientes que producían una fiebre muy alta. Y remata Moliner: “No cabe duda que se trataba del cuerpo de San Juan de la Cruz”. El traslado que, por orden de los superiores carmelitas, debía ser en estricto secreto, formó parte del libro que, después será traducido (hasta nuestros días) a 140 idiomas.
Una curiosidad más: es en esa "aventura" cuando Sancho Panza, inspirado por las musas y viendo lo estragado que estaba don Quijote, le puso el apodo por el cual habría de ser conocido en el futuro: "El caballero de la triste figura".
*Las citas de *Don Quijote de la Mancha* son tomadas de la versión en castellano actual realizada por Andrés Trapiello (Editorial Destino, 2015)