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¿Quiénes son los santos de la puerta de al lado?

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Manuel Bru - publicado el 08/09/21
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Papa Francisco usó esta nueva acepción sobre la santidad. Una reflexión sobre cómo deberíamos ver la santidad en el mundo de hoy

No paso inadvertida esta frase del Papa Francisco de su exhortación apostólica Gaudete et Exsultate, sobre la llamada a la santidad en el mundo actual.

Dicha al comienzo de su exhortación, quiso dejar bien claro que no quería hablarnos sólo de los beatificados o canonizados, sino de todos aquellos que participan de la santidad del Pueblo de Dios:

En la sistemática campaña contra el Papa Francisco también fue criticado por estas expresiones, especialmente por la de la “clase media de la santidad” (citando al novelista francés Joseph Maègue), que fue maliciosamente cambiada por “los santos de clase media”, como si el Papa viniese a decir que sólo pueden ser santos los de la clase media (ni los ricos ni los pobres).

Y con esa tergiversación es con lo único que muchos, lamentablemente sobre todo dentro de la Iglesia, se han quedado de esta maravillosa exhortación que constituye uno de los textos más profundos del magisterio pontificio contemporáneo.

La clase media de la santidad, para el Papa Francisco, abarcaría a la gran mayoría de los santos. Esos que, en su gran mayoría, ni son reconocidos oficialmente por la Iglesia, ni nunca lo serán; porque son tantos, tan distintos, y sobre todo tan desconocidos, que nunca nadie iniciará para ellos un proceso para que sean, como antaño se decía, “elevados a los altares”.

La clase media de la santidad, o los santos de la puerta de al lado, tienen mucho que ver con una legendaria anécdota que se le atribuye al escritor inglés Gilbert Chesterton. De él se dice que tras su conversión al catolicismo alguien le pregunto cuales eran los santos a los que tenía más devoción, ya que eso de la devoción de los santos es poco común en la espiritualidad de los protestantes.

Dicen que Chesterton contestó con gran seguridad y aplomo: “a los santos del lunes”. ¿Y quienes son esos santos? Le preguntaron. Los santos del lunes -contestó- son aquellos que todos los lunes se levantan temprano para coger el tren e ir al trabajo, que vuelven a su casa todas las tardes tras haberse ganado el sustento de su familia, y que vuelven a hacer lo mismo el resto de los días de la semana”.

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¿Acaso es otra cosa la santidad? El mismo Chesterton explicaba que si los santos se diferencian del resto de los mortales, es sólo en dos cosas: en el deseo constante que los santos tienen de serlo, es decir, de hacer la voluntad de Dios en su vida, en la conciencia viva de las propias deficiencias aceptadas y combatidas.

Es verdad que muchas veces, al elevar a los altares a los santos, los hemos cubierto de un halo de excepcionalidades que lo único que han servido es para alejarlos de nuestra corriente humanidad.

Hemos leído biografías en las que ya de niños hacían cosas muy raras, que más que invitar a la devoción invitan a pensar: “Y a este repipi, ¿nadie le puso en su sitio?”. Se nos han presentado sus vidas como superhombres, como superhéroes de ficción, y no como niños, adolescentes, jóvenes y mayores que, como explica el Papa Francisco, todos tienen a lo largo de su vida: tanto cosas del pasado de las que arrepentirse, como posibilidades de futuro para enmendarse, es decir, un lago camino de conversión.

De hecho, todos hemos sido santos cuando recibimos el bautismo. Entonces mirábamos a Dios sin pestañear. Es una mirada muy difícil de mantener. Pero para nada imposible de retornar.

Por eso estas nuevas expresiones sobre la santidad de los santos de la que nos habla el Papa vienen muy bien para hacernos una pregunta elemental: ¿A qué nos suena la palabra santidad?

Para la cultura pagana dominante sonará a álbum de estampitas, o a lista de personajes trasnochados que forman parte de una especie de patrimonio moralizante de la Iglesia, o en el mejor de los casos, a irrealizable utopía.

Pero ¿y a nosotros? ¿a qué nos suena? A nosotros debería sonar sólo a bienaventuranza. Es decir: A que felices, lo que se dice felices: sólo los santos. A que para ser santos no hay que ser extraordinarios. A qué para ser santos hay que ser sencillos.

La mejor catequesis sobre la santidad la encontramos en el Evangelio, en el inicio del Sermón de la Montaña.

Las bienaventuranzas se nos presentan como un espejo que no engaña. No son un código moral, sino una descripción, una radiografía del modo cristiano de entender la vida: pobres, confiados, misericordiosos: en definitiva: hijos, hijos amados y confiados de Dios Padre; Hijos para siempre, hermanos por tanto sin distinción de todos los hombres bajo la paternidad de un solo Padre que “hace salir el sol sobre buenos y malos” (Mt. 5,45). Y en el fondo, felices de verdad, caídos que siempre se levantan, que pueden leer su vida al rezar en el Ave María “ahora y en la hora de la muerte”.

Porque Jesús no describe al bienaventurado, al santo, sino a los santos: no describe un perfil, sino que muestra un pueblo, formado precisamente por los verdaderamente felices ante los ojos de Dios; que son, precisamente, los desgraciados y descartados, los supuestamente infelices, para todas las culturas no iluminadas por el Evangelio.

Completa esta visión la que hace san Juan en el Apocalipsis de la Iglesia del cielo, donde los propios ángeles caen rostro en tierra para alabar al Padre por la obra magnifica de esa estela de santos: “muchedumbre inmensa, que nadie podía contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua, de pie delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos” (Ap.7,9).

Descripción en la que no se nos oculta que ninguno de los santos ha recorrido en su vida un camino de rosas, sino que han abrazado la cruz: Cuando el anciano pregunta: “Estos que están vestidos con vestiduras blancas, ¿quienes son y de donde han venido?”, la respuesta que recibe es estremecedora: “Estos son los que vienen de la gran tribulación, han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero” (Ap. 7,13-14).

“Bienaventurados”, “bienaventurados”, bienaventurados”… Así contaba el escritor François Mauriac, en su “Vida de Jesús”, como unos leprosos que llegaban tarde al Sermón de la Montaña. Esta era la única palabra que lograban escuchar. ¿Qué dice el maestro?, preguntaba el último de ellos, y el que iba el primero respondía: “creo que habla de nosotros”. Para ellos era este mensaje de dicha y felicidad: su pobreza se convertía en riqueza, y las lágrimas en alegría. La tierra pertenecía no a los exitosos, sino a los fracasados, no a los belicosos, sino a los apacibles.

La puerta de al lado es la puerta del vecino, de aquel que nos encontramos a diario, en la expresión del Papa. Pero también el Papa Francisco habla de otra puerta cuando nos dice que a veces no abrimos la puerta de la Iglesia para dejarle a Él salir al encuentro de todos los hombres.

Hacemos de porteros de discoteca que llevamos el cartel de “reservado el derecho de admisión”. Creemos que estamos dentro y en realidad no sólo estamos fuera, sino que no dejamos entrar a nadie. Todo eso del proceso personal, de la acogida, la paciencia, la iniciación y el crecimiento en la fe, el discernimiento, la integración, etc… de lo que nos habla el Papa, nos incomoda. Y la vida es muy compleja, los procesos muy lentos, y sobre todo, la providencia divina muy sorprendente e inesperada.

Un día fue invitado a una graduación universitaria de estudiantes de periodismo un potente y prepotente empresario de medios de comunicación.

Les dejó como legado un mensaje tremendo: “no tengáis compasión, dar codazos a los que están a vuestro lado, sin escrúpulos, sino no podréis ser competitivos”.

Es el mensaje de la anti-bienaventuranza. Aún así, seguramente muchos de estos potentes y prepotentes a la hora de la enfermedad, de la ancianidad, de la muerte, recapitulan, tienen la oportunidad de ver su pobreza y abrazar la única riqueza que les espera, la misericordia infinita. Ellos también podrían ser santos.

Jesús en vida sólo canonizó a un hombre, el buen ladrón, un converso en el último suspiro de su vida. Curiosamente las dos parábolas más difíciles de entender y de aceptar del Evangelio son las de los obreros de última hora (Mt. 20, 1-6), y la del Hijo Pródigo (Lc. 15, 11-32). La benevolencia y magnanimidad de la misericordia de Dios para con ellos sigue escandalizándonos hoy como el día en el que nos la contó el Señor, si nos vemos reflejados en los obreros de primera hora o en el hermano mayor del hijo pródigo.

Pero también Jesús nos dice: “¡Qué estrecha es la puerta y qué angosto el camino que lleva a la vida!” (Mt. 7,14), y que “más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de los cielos” (Mat. 19, 24). No niega que “para Dios nada es imposible” (Mt. 19,26), pero nos advierte del engaño del maligno, que querrá confundirnos haciéndonos creer que nosotros, aunque evidentemente no somos santos, somos de los que socialmente pueden ser reconocidos como “gente honrada”, incluso como modélica gente honrada.

Por que la santidad de “los santos de la puerta de al lado”, no lo son sólo porque sean honrados, sino porque son humildes, y se saben necesitados de la gracia de Dios.

Recordemos la segunda condición de Chesterton para la santidad: “la conciencia viva de las propias deficiencias aceptadas y combatidas”.

Es muy interesante la descripción que de esto hace otro gran escritor francés, Charles Péguy:

Ya el Papa nos advierte de estos peligros cuando nos habla de esos dos sutiles enemigos de la santidad: el gnosticismo de una fe encerrada en el subjetivismo, o el pelagianismo de una voluntad sin humildad. Un buscador de la santidad individualista, o autosuficiente, necesariamente sería un santo triste. Y la sabiduría del refranero popular nos recuerda que un santo triste sólo puede llegar a ser un triste santo.

El Papa Francisco en Gaudete et Exultate nos lanzó a todos un órdago en este juego de la vida, del que sólo contamos con las cartas que tenemos en la mano, porque nunca sabemos cuando termina:

Manuel María Bru Alonso.
Delegado Episcopal de Catequesis de la Archidiócesis de Madrid.

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