27 de noviembre de 1095. Clermont, una ciudad situada en el corazón de Francia, se convertía en el corazón de la cristiandad. Hasta allí se había trasladado el Papa Urbano II para anunciar de manera oficial el inicio de la Primera Cruzada.
Se iniciaba una de las etapas clave en la historia de la Edad Media, en la que dos mundos se enfrentaron por el poder y la hegemonía de la fe en suelo sagrado. Tierra Santa se convirtió en un enorme campo de batalla en el que caballeros con armadura y monjes guerreros se enfrentaron a los sables musulmanes.
Medio siglo después de aquella convocatoria en Clermont, se iniciaba la Segunda Cruzada. En aquel momento, reinaba en Jerusalén una mujer, una reina inteligente, astuta y dispuesta a defender a toda costa su reino y los principales lugares sagrados.
Una de las pocas presencias femeninas en aquel mundo de hombres, la reina Melisenda demostró ser una figura clave en las negociaciones estratégicas y en la organización de los planes militares.
Melisenda era la primogénita del rey Balduino II de Jerusalén y Morfia de Melitene, una princesa armenia con la que tuvo tres hijas más. Todas ellas tendrían un papel destacado en la vida política y religiosa de Oriente Próximo, pero fue sin duda Melisenda quien, como heredera al trono de Jerusalén, debería asumir un papel clave en aquella tierra asolada por las guerras y las constantes amenazas de sus enemigos musulmanes.
Consciente del papel que debería jugar Melisenda en el futuro, el rey Balduino II la formó y preparó para que, algún día, fuera capaz de llevar las riendas de aquel reino turbulento. Aún antes de morir, el rey la presentó al consejo real y empezó a participar en algunos asuntos de estado para que fuera familiarizándose con el papel que debería asumir en el futuro. Pero Balduino también pensaba que ella, una mujer, no podría mantenerse en el poder sin un hombre poderoso a su lado. Había que buscar a un caballero, un soldado, que liderara las campañas de los cruzados. El elegido fue un conde francés, Fulco V de Anjou, bastantes años mayor que la joven Melisenda. Lo importante en ese momento eran los intereses de estado y no los sentimientos de la princesa que pronto tomaría la corona de su padre, lo que sucedería en 1131. Poco antes de morir, Balduino II transmitió sus poderes a Melisenda y a su esposo. Ambos eran coronados el 14 de septiembre de 1131 en la Iglesia del Santo Sepulcro que, por aquel entonces aún estaba en construcción.
Si Fulco pensaba que podría ejercer como rey dejando a un lado a su esposa por el simple hecho de ser mujer, estaba muy equivocado. Hasta tal punto llegó su ambición que, al ver que la fama de su esposa no decaía y los nobles no cuestionaban su liderazgo, Fulco hizo correr el rumor de la infidelidad entre ella y su primo Hugo le Puiset. Una calumnia que no se creyó casi nadie y solo provocó que Melisenda y sus partidarios defendieran con más fuerza si cabe su papel en el trono. Desesperado, Fulco intentó sin éxito, asesinar a Hugo en un atentado fallido.
Melisenda supo capear el temporal y salió reforzada del intento de su marido de alejarla del poder. No solo no lo consiguió, sino que la reina continuó participando activamente en los asuntos de estado. En el invierno de 1143, el rey Fulco fallecía, dejando a su esposa sola en el trono con dos hijos menores, Balduino de trece años y Amalarico de siete. Melisenda asumió las riendas del poder en corregencia con su hijo durante su minoría de edad. Una de las primeras tareas clave de su reinado sería liderar la Segunda Cruzada.
En 1144, el condado de Edesa sufría el asedio de los musulmanes y Melisenda reaccionó rápido enviando tropas. A pesar de todos los esfuerzos, la ciudad estratégica caía en manos de Zengi. Lejos de rendirse, la reina pidió ayuda al Papa Eugenio III, quien convocaba al año siguiente la conocida como Segunda Cruzada. A la llamada del pontífice acudirían los principales soberanos de la cristiandad, entre ellos el emperador Conrado III y el rey Luis VII de Francia, con quien viajó su esposa, Leonor de Aquitania.
Melisenda recibió con todos los honores a los cruzados que llegaron a Palestina en la ciudad de Acre acompañada de su hijo Balduino, quien continuaba reinando a la sombra de su madre. Porque Melisenda no iba a renunciar a la corona tan fácilmente. Cuando el heredero al trono cumplió los veintidós años, fue coronado rey de Jerusalén pero junto a su madre, quien no abandonó su papel de reina soberana. Durante un tiempo continuó reinando pero su hijo se rodeó de una corte que no cejó en el empeño de relegarla primero a una parte del reino para después desvincularla definitivamente del poder.
Melisenda había reinado con fuerza y determinación, sin temblarle el pulso a la hora de abanderar una cruzada y emprender acciones en aquellas tierras asediadas constantemente. Durante los años que ostentó la corona, Melisenda tuvo una estrecha relación con la Iglesia. Hizo importantes donaciones para el mantenimiento del Santo Sepulcro, ayudó a las órdenes religiosas que se encontraban en Tierra Santa y fomentó la creación de conventos y hospitales.
A lo largo de su vida y reinado, Melisenda fue respetada por su pueblo y recibió el vasallaje de los caballeros de la corte. No solo eso, los principales hombres de Iglesia de su tiempo admiraron su labor en Tierra Santa. San Bernardo de Claraval le escribió varias cartas en las que no dudó en hablar de ella como una gran reina: “Tengo confianza plena en que reinarás por la misericordia de Dios tanto aquí como en la eternidad”. Bernardo informaba a Melisenda que había oído alabanzas sobre su reinado, ratificando su fe en ella, pues sabía que “te estás comportando pacífica y amablemente; que te estás gobernando a ti misma y a tu reino sabiamente con el consejo de los sabios; que amas a los Hermanos del Templo y tienes un trato amistoso con ellos; y que, de acuerdo con la sabiduría que Dios te ha dado, estás afrontando con prudencia y sabiduría los peligros que amenazan a Tierra Santa con buenos consejos y ayuda. Son acciones que te convierten en una mujer fuerte, una viuda humilde, una gran reina”.
Guillermo de Tiro, por su parte, dijo de ella que “Melisenda, la madre del rey, era una mujer de gran sabiduría que tenía mucha experiencia en todo tipo de asuntos seculares. Se había elevado tanto por encima de la condición normal de la mujer que se atrevió a tomar medidas importantes. Su ambición era emular la magnificencia de los príncipes más grandes y nobles y no mostrarse en modo alguno inferior a ellos. Dado que su hijo todavía era menor de edad, ella gobernaba el reino y administraba el gobierno con tal cuidado que se puede decir que realmente igualaba a sus antepasados en ese sentido. Mientras su hijo estuviera dispuesto a ser gobernado por su consejo, la gente disfrutó de un estado de tranquilidad muy deseable y los asuntos del reino avanzaron prósperamente”.
La medievalista francesa Régine Pernoud aseguró en su obra La mujer en tiempos de las cruzadas que fue, “junto a Leonor de Aragón dos siglos después, la figura femenina más memorable de la historia de las Cruzadas. Dos reinas de Jerusalén de alma fuerte y carácter templado que, para bien o para mal, representan la libertad de iniciativa y la parcela de poder que la Edad Media dejaba a las mujeres”.
Melisenda, reina de Jerusalén, fallecía el 11 de septiembre de 1161. Sus restos mortales fueron enterrados en la Iglesia del Santo Sepulcro que tanto había ayudado a proteger y embellecer.
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