Nadie es indispensable. Pero está claro que cada uno deja su huella allí por donde pasa. Marca el ambiente y a las personas. Influye con sus actos y palabras.
Lo que hago no resulta indiferente. Seré recordado por lo que dije o hice, por lo que hice sentir y pensar a los que me conocieron. Por mis omisiones y silencios.
Y luego, cuando me haya ido quedará mi huella, el paso de mis obras, el impulso que di o la herida que dejé marcada en la piel. Mi alegría o mi tristeza.
Todo importa, lo tengo claro. Lo que hago y lo que dejo de hacer. Pero en realidad no soy imprescindible.
A veces puedo llegar a creerme que sí lo soy, que si un día llego a no estar presente, la vida será peor para los que amo y perderán su alegría.
En esos momentos, cuando esta tentación me asalta, llego a pensar que soy imprescindible. Creo que si yo no estoy o no aporto y no construyo, las cosas no van a salir bien. ¡Cuánta vanidad hay en ese pensamiento! ¡Cuánta necesidad de hacerme indispensable!
Puedo crear relaciones dependientes y es como si no hubiera otro camino. O creo que tengo que estar siempre presente, y no faltar nunca de la vida de las personas y cargo sobre mí una responsabilidad infinita.
¿Qué pasará si no estoy presente? ¿Qué harán sin mí? Se trata de las dependencias que yo mismo he creado. He intentado que el mundo y los hombres sientan la dependencia. Sin mí están perdidos y yo me siento feliz de estar presente siempre cuidando sus vidas.
Es como si con mi voz y mis actos salvaran el mundo. ¡Qué gran error! No dependen de mí para salvarse.
Pero yo corro el peligro de poner sobre mis hombros una responsabilidad inmensa. Nada pueden hacer sin mí, sin mi opinión, sin mi presencia salvadora. Yo resuelvo todos sus problemas.
Y llegará el día en el que compruebo que si falto la vida sigue igual. Nada cambia en exceso. Las preguntas que quedan en el aire encontrarán respuesta. No es necesario que yo las responda. Y hasta me podrán echar de menos, pero mi falta no será el final de nada.
Lo he vivido muchas veces. En mi propia carne, en la de otros. Y también he sufrido el exceso de responsabilidad. Me he sentido tan necesario que no podía dejar de lado lo que había que hacer.
Siempre había que hacer algo, salvar a alguien, levantar el mundo con mis manos débiles. Decir la palabra correcta, guardar el silencio adecuado.
Después de todo siento que asumir que no soy indispensable, es en realidad lo que me salva. Me libera de cargas que otros ponen sobre mí. Me da paz saber que soy importante pero no indispensable.
Es así como acabo comprendiendo que soy único. Valioso en mi originalidad. Tengo algo que aportar y por eso no puedo dejar de dar lo mío, de entregar lo que Dios me ha dado.
Pero no tengo razones para vivir con angustia. Nadie tiene derecho a presionarme. Y no debo tener miedo a fracasar en el intento. Doy todo lo que tengo, lo mío, eso basta, aunque no sea suficiente.
Pero si más tarde no puedo darlo, no pasa nada, la vida sigue y cada uno avanzará por su propio camino. Hago lo que puedo y eso basta, porque es eso lo que Dios me pide. Que sea fiel a mí mismo.
Les decía S. Juan Pablo II a los jóvenes: «Si sois lo que tenéis que ser encenderéis el mundo».
Basta con que sea quien soy en mi verdad para cambiar mi ambiente, mi mundo. No tengo que ser distinto a lo que ya soy.
Parece sencillo, pero me cuesta ver mi verdad y ser fiel a ella. Busco parecerme a otros. Continuamente me comparo, mirándome en el espejo de otros hombres. Miro a los que admiro y quiero ser como ellos.
Me olvido en el intento de ser como realmente soy. No importa que muchos no me quieran como soy, no me acepten o no entiendan mi forma de amar y vivir. Quiero ser fiel a mi verdad y aportar lo que tengo.
Tal vez no parezca suficiente para cambiar el mundo, para saciar la sed que el hombre sufre. Pero es mi aporte pequeño el que cuenta. Si soy el que tengo que ser, encenderé el mundo con mi vida. Eso me alegra. Si soy fiel al ideal que Dios ha escondido en mi alma.
Ese aporte nadie más que yo lo puede dar. No lo olvido. Me mantengo fiel a mi originalidad, sin querer imitar a nadie. Y por el tiempo que Dios quiera, porque no depende nadie de mí. Esa actitud me salva.
Comenta el P. Kentenich: «Cultivar una sana conciencia de sí mismo, la conciencia de que somos dueños de nosotros mismos, que Dios me pensó como un ser único y que yo vivo mi auténtica vida».
Dios me creó de una forma concreta. Con mi belleza y mis límites. Esa mirada de Dios sobre mí me sostiene. No soy irreemplazable. Alguien vendrá que hará todo lo que yo no hice y llegará donde yo no llegaba.
Estoy de paso y eso me da fuerza para aprovechar cada segundo. Para dar lo mío sin pensar que sin mí nada será lo mismo. Me da paz ver la vida de esta forma.