Cuando yo era niño, mi padre tenía una filosofía. Estaba decidido y empeñado en derrotarnos a mí y a mis hermanos en todas y cada una de las competiciones deportivas hasta que pudiéramos vencerle legítimamente por nuestros propios méritos. En baloncesto no tenía piedad; aunque me permitiera anotar algunas canastas, a mí nunca jamás se me permitía ganar.
Todas las derrotas me motivaban a mejorar y pasaba mucho tiempo practicando. Aprendí a lidiar con la pérdida, a fijarme objetivos y a esforzarme para convertir una debilidad en una fortaleza. Entonces, cierto día, siendo ya adolescente, gané un partido. Me sentí bien porque sabía que me lo había ganado. Él no me había dejado ganar. Toda esa irritación, toda esa frustración a lo largo de los años por no ser capaz de derrotarle, todo menguó en un instante y, hasta este día, me aseguro de que mi padre sepa que yo soy el campeón. Algún día, mis propios hijos crecerán lo suficiente como para derrotarme. Es el ciclo de la vida.
Mis dos hermanos y yo éramos –a quién quiero engañar, somos– competitivos por naturaleza, pero de niños no todo era competir. También había trabajo cooperativo. Los hermanos solíamos aliarnos para luchar contra nuestro padre. Formamos una cuadrilla de construcción para edificar una casa club en el patio trasero (no se permitían chicas). Nos picábamos entre nosotros para realizar retos físicos, aprendíamos mutuamente y, por lo general, nos hacíamos mejores los unos a los otros.
En lo que respecta a competición vs. cooperación, hay un equilibrio. Hay un gran valor en experimentar la competición desde joven, cuando el riesgo a perder es bajo. Tenía que aprender a gestionar la frustración de perder aquellos partidos de baloncesto y era mejor que lo hiciera más pronto que tarde. Tener un berrinche de niño es parte de la infancia y tenemos que atravesar esa fase para poder entenderla y no tener berrinches como adultos. Es importante aprender pronto esas duras lecciones porque, como adulto, ningún empleador va a darte un respiro y a ningún amigo le resultará adorable que no sepamos afrontar los contratiempos con gracia.
Como soy una persona muy competitiva, tardé cierto tiempo en entender que también hay valor en el esfuerzo cooperativo. De joven, quería destruir a la competencia. Quería el primer premio del concurso de arte, la nota media más alta, entrar en la mejor universidad. Quería el mejor futuro posible, la mejor carrera, ser admirado por todos. Si otras personas tenían que perder para que yo pudiera triunfar, pensaba que eso era simplemente el precio de jugar a este juego. Era algo que no podía evitarse. Si alguien va a ganar, entonces alguien tiene que perder. Yo iba a esforzarme cuanto pudiera por ser el que ganara.
Ya no veo las cosas de esa manera. Toda mi visión de la idea de competición y cooperación ha cambiado, sobre todo ahora que soy padre de seis hijos y quiero que a todos les vaya bien. He logrado ver que toda nuestra familia, al cooperar y apoyarse mutuamente, puede ganar junta. También quiero que ganen mi parroquia y mis amigos y mi barrio. No es una competición para destruir a todos los demás para que yo o los míos podamos ganar. Más bien, es una competición para implicarnos todos juntos, de forma cooperativa, en muchos niveles de un escenario en el que todos salen ganando.
Hay un campo de investigación llamado biomimesis que estudia, entre otras cosas, el comportamiento colectivo de las plantas. Una científica pionera en biomimesis es Janine Benyus, quien señala que la naturaleza, en realidad, no queda muy bien explicada según una teoría darwinista de la supervivencia del más apto. Las plantas no intentan competir y destruirse entre sí. Lo que hacen en realidad es cooperar para apoyarse mutuamente, construyendo sistemas ecológicos en los que las plantas dependen unas de otras y se ayudan recíprocamente a prosperar.
De hecho, cuanta más presión recae sobre las plantas para sobrevivir en un clima difícil, más cooperan. Benyus escribe que, “cuanto más estresante es el entorno, más probable es encontrar plantas colaborando para garantizar la supervivencia mutua”. Una planta arrojará sombra sobre otras, lo cual, a su vez, atraerá polinizadores o enriquecerá el suelo. Plantas más grandes bloquean el viento y plantas más pequeñas devuelven el favor cultivando el suelo.
Aquí hay una lección que aprender para el ser humano. Con frecuencia, cuando estamos bajo presión, recurrimos a esos viejos instintos competitivos porque existe la creencia de que hacer que alguien pierda implica que nosotros ganamos. Es una reacción de estrés, pero es la incorrecta. La auténtica forma de ganar es participar de un tipo completamente diferente de esfuerzo competitivo, el de luchar por el bien común.
Los demás seres humanos no son mis competidores. Son mi familia, mis amigos, mis vecinos. Son personas a las que quiero ver prosperar y, cuando lo hacen, implica que yo también prospero. Estos son los tipos de lecciones que quiero enseñar a mis hijos porque no quiero que crezcan pensando que tienen que superar a otras personas para poder ser felices, que tienen que crear perdedores para poder ser vencedores. En vez de eso, quiero que vean que la bondad de este mundo es abundante hasta lo inagotable y que cuanto más la compartamos y luchemos por ella de forma colectiva, más habrá.