Ser médico especialista me hacía considerar que tal título, el tener un buen coche, y vivir en cierto residencial, era lo más encumbrado de mi personalidad, y me irritaba cuando alguien no se dirigía a mi hablándome de “usted”, o como “Señor Doctor”.
En ese entonces, lejos estaba de comprender que mi ser personal era irreductible a todo aquello.
Así, me había atado a un yo idealizado, que esmeradamente había construido ante los ojos de los demás, y en el que yo mismo pretendía reconocerme, mientras me comparaba constantemente para cada día ser mejor, pero… respecto de los demás.
Lo hacía, siguiendo esos derroteros de falsos autoconceptos que tan en boga están, para construir una cierta personalidad a costa del verdadero ser, y lo que se consigue en consecuencia es desarrollar serias disfunciones, y hasta psicopatologías.
Quienes así viven, pueden pensar que conocen su yo, pero en realidad no saben quiénes son, en el más trágico autoengaño.
En mi caso, lo más lamentable era que vivía inconforme con mi hijo menor, que, a pesar de sus honestos esfuerzos, no lograba descollar en su profesión, no había logrado un posgrado, ni escalado posiciones en una importante empresa, según ese éxito al que tanta importancia daba ese… mi yo.
Inevitablemente, me frustraba, al compararlo con exitosos hijos de conocidos.
Entonces, mi hijo tuvo un grave accidente automovilístico, con severo traumatismo cráneo encefálico, al cual sobrevivió quedando con secuelas como cambios de personalidad, déficit de la memoria y discernimiento, entre otros, y … pronósticos de recuperación, casi sin esperanzas.
Mi hijo se convertía en una sombra a pesar de las mejores terapias, mientras yo me sumergía en el más profundo dolor.
Una tarde, por la calle, me abordo un joven de su edad, con sus facultades irreparablemente dañadas, denotando su condición de adicto a las más dañinas substancias, pidiéndome… casi exigiéndome, unas monedas.
Entonces, sintiendo misericordia por el joven, no pude evitar contemplar en mi corazón la hermosura de mi hijo antes del accidente, como un joven esforzado, honesto, de ambiciones limpias y hasta entonces, sin limitaciones físicas.
Me di cuenta, de que había dejado de reconocer y amar los esenciales dones de su persona, por mi absurdo complejos y expectativas.
Y que podía amarlo sin límites, aun cuando quedara minusválido de por vida.
Entonces el yo idealizado, cedió al yo real, y con humildad y abundantes lágrimas, pedí el milagro por mi hijo.
El milagro se me concedió, mi hijo se recuperó lenta pero totalmente, fue entonces que comprendí que jamás lo compararía con nadie; que lo valoraría como un ser único e irrepetible y el mayor de los dones.
Otro milagro sucedió en mi propia persona, que, hasta entonces, había sido incapaz de agradecer los maravillosos dones con que Dios me había dotado, pues también deje de compararme, para aceptarme con humildad, lo mismo en mis virtudes que en mis defectos.
A dar gracias por el maravilloso don de mi existencia, y retomar el camino de la fe.
Y gradualmente superé mis viejos traumas y complejos, en una nueva y hasta entonces desconocida forma de libertad.
Ahora, voy aprendiendo que el conocimiento de mi yo real, por acertado que sea, nunca estará a la altura del conocimiento de mi ser personal, y que este dependerá de las gracias que se me otorguen, para por amor a Dios, amar mi prójimo, como a mí mismo.
Y que todo lo demás, no tiene mayor sentido.
El gran drama de la especie humana, consiste el desconocimiento de su ser personal, y, por ello, no comprender el amor, y fijarle limites que no existen más que en nuestro propio corazón. André Frossard
Testimonio anónimo.
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