Son más valiosos el oro y la plata que la madera, o eso parece a primera vista. La madera se quema, se pudre, se estropea con más facilidad, se quiebra. No parece tan noble, tan eterna como el oro o la plata.
Pienso que para Dios tiene que ser siempre lo mejor, lo más valioso, lo que es único e irrepetible, lo más puro.
Y si decido verter en un cáliz la Sangre de Cristo, quiero que sea de oro, o de plata. O si coloco con ternura su cuerpo en mi patena, no quiero que sea de madera.
¿Por qué me dejo llevar por las apariencias? ¿Por qué me preocupa tanto lo que otros digan o piensen de mí? ¿Qué me importan lo que opinan sobre lo que pienso, lo que digo, lo que hago?
Decido entonces no elegir ni el oro ni la plata, y opto feliz por la madera. ¿Lo verán mal los ojos que lo miran?
Me quedo pensando en mi cáliz de madera, con su vaso de cristal trasparente en sus entrañas.
Pienso en su historia pasada, su origen en esa madera de olivo de Jerusalén. Su pureza, la transparencia del vidrio sobre el que reposa la sangre de Jesús.
Y contemplo mi patena hecha también con madera de olivo. Esos olivos que un día vieron a Jesús llorar sangre y agua. En medio de su dolor, en un huerto de olivos. En una noche de traición y entrega.
¿Acaso es indigna la madera para contener todo el llanto de Jesús? No lo creo.
Me apasionan su textura, su forma, su suavidad, su firmeza. Y esa mano que un día dio forma a la madera, la trabajó pensando que podría llegar a ser la cuna del Niño Dios y contener su sangre, esa presencia que me da la vida.
Creo que me parezco yo más a la madera que al oro y a la plata. Como escribe el P. Juan Pablo Rovegno:
Así es mi sacerdocio, mi propia vida, hecha de madera, o de barro. De pecado y pobreza. De verdad y alegría.
Algunos de lejos se confunden, ven brillar el oro, o la plata. No ven que es madera, sólo barro.
Miro con verdad y feliz mi cáliz de madera y vierto la esperanza en ese recipiente que pretende retener a Dios, guardarlo entre los hombres como un gran tesoro en vasija de barro. Añade el P. Juan Pablo Rovegno:
Elijo esa madera tirada en el camino para forjar mi sacerdocio. Elijo ese tronco cortado y viejo, despreciado por los hombres.
Miro esa rama de la que es imposible pensar pueda convertirse en cáliz o patena. Así es mi vida.
Nadie podía pensarlo, salvo Dios que un día se fijó en mi paso torpe. Y pensó que yo podría albergar su sueño imposible en mis entrañas estrechas y cerradas. Y podría dibujar con mis manos temblorosas su rostro sobre la arena de mi playa.
Pasan los años y ahí está mi vida sirviendo de cauce, de pozo, de espejo. Reflejo de una luz que no es mía.
Portador de un agua que no me pertenece. Salvador de los hombres cuando yo mismo no soy capaz de salvarme siquiera a mí mismo.
Sí, elijo la madera antes que el oro porque me recuerda mi vida hecha de misterio y soledad, de caídas y sueños, de esperanza y manos que sostienen mi débil deambular.
Mi madera forjada con el paso cálido de los años, repitiendo mi sí de la noche al alba. Y sueño, con mucha fuerza, desde lo hondo, con el cielo en la tierra.
Sueño con esa capacidad perdida de retener el cielo en mis manos de barro. Y contener las estrellas en el vidrio de mi miseria.
Siento ese canto que brota de mi garganta rota y se hace melodía suave silenciada en las noches sin estrellas.
Digo que sí al sacerdocio y sé que hoy sigue siendo un afán desmedido, una pretensión vana, una osadía en medio de un mundo que no ve esa opción como real. Este mundo en el que la tierra y el barro son demasiado visibles.
Y escucho un latido tan fuerte que apaga cualquier otro grito que brote del silencio.
Elijo ser sacerdote y parece una temeridad imprudente, un salto en el vacío que no merece la pena intentar de nuevo.
¿Quién puede salvarme si no hay una red que me sostenga en medio de la caída?
La madera, vuelvo a elegir la madera para mi cáliz, para mi patena, y sostengo la mano que la pule, la trabaja y le da forma.
Siento el dolor al ser tallado en mis entrañas. Eliminando lo que sobra, lo que no es necesario para que quepa el mar de la sangre de Cristo en mi estrecha hendidura de carne, de vida.
Vuelvo a elegir la vida, el amor, la fraternidad, la familia eligiendo seguir los pasos del Maestro, de mi amigo.
Elijo el sacerdocio de madera hundiéndome en las aguas violentas que amenazan con hundirme para siempre.
Flota la barca de mi vida entre muchas olas. Y mis pies caminan unos pasos y se hunden. Deseo una mano firme que me saque del agua y me salve.
Acaricio mi cáliz de madera. Mi patena de madera acrisolada con el paso del tiempo, de la vida.
Brotan los sueños que vierto en la tierra fecunda, para que den fruto sin saber muy bien cómo será el futuro, no tengo miedo.
Para siempre resuena en mi alma como un grito ahogado la voz de ese Dios que me llama, me ama. Sí, un sí para siempre labrado por mis manos que sostienen la vida.
Veo la estrella más luminosa en medio de la noche, el cielo despejado. Hay esperanza en mi vida, en el sí que pronuncio de nuevo.
Hay vida en esa madera pobre, más allá del oro y de la plata. En mi imperfección, más allá de la perfección que un día soñaban otros para mí, o yo mismo deseaba inútilmente.
Estoy hecho de barro, soy cáliz de madera, soy náufrago en el mar de mi esperanza, hundiendo por miedo mis pies en el agua revuelta.
Anhelo muy dentro tocar un día el cielo. Eso es lo que sueño, débilmente mientras una mano firme de mi amigo, Jesucristo, sostiene mis pasos que se tambalean y caen por inercia, torpemente.
Y luego se levantan dando gracias, alabando, mi vida es un misterio. Se lo digo a Jesús que me conoce.