No hay nada que marque más la vida cristiana que el amor: el amor a Dios, el amor al prójimo. Los cristianos no estamos llamados simplemente a amar a quienes nos resulta fácil amar; también estamos llamados a amar a nuestros enemigos.
Los enemigos pueden aparecen en nuestra vida de formas muy diferentes. Pueden ser personas que nos menoscaban o persiguen activamente, pero a menudo son solo personas con las que no estamos de acuerdo o que no nos agradan: un vecino narcisista, un cuñado intrusivo, un líder político con puntos de vista opuestos, cualquier persona en las redes sociales.
Es fácil amar a las personas que nos gustan y muy difícil amar a las que no. Cuando no nos gusta alguien, preferimos mantenernos alejados de esa persona e incluso verla fracasar, o al menos que no sea premiada por lo que consideramos un mal comportamiento.
Pero para un cristiano no hay elección. Si deseamos vivir nuestra fe de manera plena, debemos encontrar la manera de amar incluso a quienes no nos gustan demasiado. ¿Cómo hacemos algo así? Podemos empezar con algo fundamental…
El amor se ha definido de diferentes maneras a lo largo de los milenios, y hay diferentes tipos de amor, pero una definición que refleja el significado cristiano del amor proviene de Santo Tomás de Aquino: el amor es querer el bien del otro.
El amor no se trata de profesar buenos sentimientos o disfrutar de la compañía de alguien concreto. El amor real es querer lo mejor para la otra persona. Podemos amar a personas que no nos gustan porque podemos desear su bien, sin importar lo que sintamos por ellas. Cuando queremos y buscamos lo mejor para esas personas, las amamos como nos amamos a nosotros mismos y como Dios nos ama a cada uno de nosotros.
Pero no se detiene ahí.
El Dr. Tom Neal de Word on Fire ha escrito sobre cómo el Concilio Vaticano II, basado en la teología de Karol Wojtyła (San Juan Pablo II), se basó en la definición de amor de Tomás de Aquino al vincular "la voluntad del bien del otro" con otro don que debería acompañar a esta voluntad: el don de sí mismo.
Querer el bien de los demás no es solo desearles lo mejor en nuestro pensamiento, sino también estar dispuestos a darles algo de nosotros mismos. Puede ser un acto de generosidad o de paciencia, o una ayuda práctica, pero quizás lo más importante sea la oración.
Jesús nos dice que oremos por nuestros enemigos. Ya sea en forma de miembros de la familia que nos molestan un día determinado, o extraños que creemos que están poniendo el mundo en peligro de alguna manera, podemos orar por ellos.
Ore por aquellos que no le gustan en sus oraciones diarias, en la misa dominical, en su rosario. Cuando se encuentre con estas personas en su vida diaria, pídale a Dios que las bendiga. Esto puede ser difícil de hacer, pero a medida que convierte esta práctica en un hábito, se vuelve más fácil. Y lo que puede suceder es que eventualmente esta oración ablande su corazón hacia aquellas personas que no son de su agrado.
Amar a las personas que no nos gustan significa elegir querer su bien. En esto, nos convertimos en auténticos testigos del amor de Dios.