Escrito por L. Frank Baum (1856-1919) e ilustrado por William Wallace Denslow (con quien compartió los cuantiosos derechos de autor) El mago de Oz (The Wonderful Wizard of Oz,1900) tuvo un éxito espectacular: fue el libro infantil más vendido durante los dos años siguientes a su publicación. Después del éxito, Baum escribió hasta catorce novelas basadas en los habitantes y escenarios del país de Oz.
Se trata de un cuento de hadas; de un moderno cuento de hadas, para ser precisos. A diferencia de buena parte de los relatos de este estilo, Baum escribe un prólogo breve (una escueta página) en el que expone el enfoque de los nuevos tiempos.
Los cuentos de hadas tienen mucho que ver con la educación. Toman su punto de partida en el anhelo, el «amor instintivo y saludable hacia los relatos fantásticos, maravillosos y claramente irreales» de todo niño sano. A partir de ahí despliega el campo de juego que es el ámbito en que se produce la tensión entre los deseos y su realización, la lucha entre el bien y el mal. En ese contexto forja cada lector su visión de la vida. Se trata, por decirlo en pocas palabras, del enfoque moral connatural a toda obra auténticamente grande, es decir, estrictamente humana.
Ocurre, según Baum, que la educación moderna no acepta limitarse a transmitir conocimientos sino que «incluye la moralidad, por lo que el niño moderno busca sólo entretenimiento en los cuentos maravillosos y prescinde muy a gusto de todo incidente desagradable».
De modo que cuando la escuela asume la formación moral, la literatura queda empobrecida en cuanto que hay aspectos (de la vida, de la grandeza humana), que los alumnos han recibido como doctrina externa y ya no son capaces de descubrir o decidir. El prólogo es, como digo, breve; pero merece una lectura detenida.
En nuestro cuento de hadas Dorothy, una niña de Kansas, es trasladada al maravilloso país de Oz. Ahí encuentra a una serie de personajes célebres: el espantapájaros sin cerebro, el leñador sin corazón y el león cobarde. Todos, los cuatro, se caracterizan por tener un defecto y un deseo profundo. Cada uno de ellos anhela aquello de que carece: cerebro, corazón, valor y Kansas (el hogar).
Con matices, valdría para todos los personajes (y para no pocos lectores) la conversación entre el espantapájaros y la niña: «No puedo comprender por qué quieres abandonar este hermoso país y volver a ese lugar gris y reseco que llamas Kansas». El lector va intuyendo que todos (personajes y lectores) están en un lugar, en una situación estupenda (un “hermoso país”) pero no son conscientes de ello, de sus posibilidades, y centran su atención en aspectos de los que carecen.
Ignorar el propio poder, las propias posibilidades, tiene consecuencias. En el maravilloso país de Oz hay brujas buenas y malas. Ser malo es un defecto moral, pero no intelectual: se puede ser malo e inteligente; eso es precisamente lo que le ocurre a la Malvada Bruja cuando descubre ese aspecto de Dorothy. La bruja «rió para sí y pensó: “Aún puedo convertirla en mi esclava, puesto que no sabe cómo utilizar su poder”».
Brujas buenas y malas y, sobre todo y sobre todos, el maravilloso mago que da nombre al país.
Oz es un mago. Ostenta el prestigio y el poder supremo. A él se orientan todos los personajes. Es unánime la idea de que Oz, y sólo él, puede conceder los deseos. Oz puede dar cerebro al espantapájaros, y corazón al leñador, y valor al león y devolver a Dorothy a Kansas.
Oz es el mago de múltiples formas y facetas. Pero ¿es también un hombre? Si es un hombre tendrá también deseos, es decir, carencias. Y, si es un hombre, no puede ser tan fabuloso como todos dicen. ¿Qué sabe Oz de sí mismo? ¿Podrá y querrá conceder los deseos a nuestros personajes? Él mismo dice que nadie da nada a cambio de nada: si concede deseos a otros, ¿qué ocurre con él mismo? Dejemos estos interrogantes para que los lectores disfruten descubriendo la respuesta.
Dorothy nos enseña una verdad universal, humana. Podemos recorrer el universo de arriba abajo, podemos viajar por los mundos de la realidad y la fantasía pero «no hay nada como tu propia casa» y, al final, uno vuelve a casa o se pierde irremisiblemente.