Todo hombre y toda mujer que deja la vida mundana para abrazar la vida religiosa atrás deja una historia propia. Como si de dos relatos distintos se tratara, sus caminos tienen un corte entre un antes y un después.
En muchos casos, la vida religiosa supone reencuentros con la existencia seglar previa. Religiosos y religiosas que continúan en contacto con sus familiares e incluso realizan actividades en su antigua comunidad. Decidir entrar en un convento de clausura supone un compromiso mucho más elevado porque las religiosas que lo hacen saben que abandonan el mundo prácticamente para siempre. El claustro se convierte en su universo y de él no salen ni tan siquiera para ser enterradas.
Mary Michelle (Shelly) Pennefather era una niña cualquiera de un pueblo cualquiera de los Estados Unidos de América que podría haber pasado a la historia como una de las más brillantes jugadoras de baloncesto de todo el mundo. Se ha hecho famosa, sin embargo, por una razón bien distinta. Hace años, cuando estaba en lo más alto, dejó la cancha y anunció su retirada a un convento de clarisas.
Shelly Pennefather forma parte de una extensa familia católica de siete hermanos con la que creció feliz. Estudió en varios colegios católicos en los que ya empezó a despuntar en la cancha de básquet, ganando hasta tres campeonatos estatales.
Le faltaba algo
Shelly empezó a entrenar profesionalmente durante su estancia en la Universidad de Villanova, en Pennsylvania. Todo fueron éxitos y marcas superadas por ella misma, con el apoyo incondicional de su entrenador, Harry Perreta. En 1987, ganaba el Trofeo Wade a la mejor jugadora universitaria. Cuando se graduó, firmó un contrato para jugar profesionalmente en Japón y hasta allí se trasladó para iniciar una vida de contradicciones. Los éxitos profesionales no llegaban a hacerla del todo feliz. La soledad y el vacío que sentía al estar lejos de sus seres felices empezaban a hacer mella en su ánimo.
En aquella época de búsqueda de lo que realmente quería, de lo que realmente llenaba su vida, Shelly Pennefather se topó con un versículo del Evangelio de Juan.
Según explicó en un reportaje de la televisión norteamericana, fue entonces cuando sintió la presencia de Dios a su lado y supo cuál iba a ser su camino en la vida. Desestimó un contrato que le habría reportado miles de dólares y una vida de lujos. Probablemente se habría convertido en la jugadora de básquet femenino más rica del mundo, pero tenía otros planes. Unos planes muy distintos.
A los 25 años
En el verano de 1991, a sus veinticinco años, y con una brillante carrera por delante, decidió hacer un giro radical a su existencia. Tomó los hábitos. Y lo hizo en una de las congregaciones de clausura más estrictas. Convertida en la hermana Rosa María de la Reina de los Ángeles, vive desde entonces en el convento de Clarisas de Alejandría, en el estado norteamericano de Virginia. Allí vive feliz, en una completa clausura, durmiendo en colchón de paja y durmiendo un máximo de cuatro horas seguidas. El contacto con el mundo exterior está estrictamente controlado, pudiendo recibir dos visitas de familiares al año a los que puede ver a través de una mampara. Solamente cada veinticinco años tiene permiso para reencontrarse personalmente con los suyos.
Esta vida que a otros pudiera parecer una prisión, para la hermana Rosa María es la vida que da sentido a su existencia. Atrás dejó la pelota y la canasta para tomar los hábitos y dedicar su vida a la oración.