La vida es un gran viaje durante el cual estamos continuamente llamados a separarnos de nosotros mismos, a seguir el deseo -a menudo incierto- que nos anima.
Caminar nos transforma inevitablemente. La vida pasa a través de nosotros, los encuentros nos cambian.
Los lugares nos recuerdan momentos de la infancia, la naturaleza nos acoge y en el silencio nos vemos obligados a releer nuestra vida y a darle un nuevo significado.
Al final del viaje nos descubrimos diferentes: no es que hayamos cambiado, seguimos siendo los mismos, pero es como si de alguna manera hubiésemos recuperado la posesión de nuestra vida.
El camino siempre es una experiencia espiritual de peregrinación. Significa caminar hacia una meta que está ante todo arraigada en uno mismo.
El Camino de Santiago, el camino, es la vida misma y nuestra vida es el camino.
Impulsados por el deseo
El viaje, por tanto, nos obliga a una separación. Es una invitación a salir, una oportunidad para romper lo que nos bloquea, lo que nos mantiene quietos.
Es una oportunidad para salir del amor que nos cierra y de los quereres que nos aíslan.
Es el deseo el que nos impulsa a romper ataduras y a marcharnos. Por lo tanto, el viaje comienza con un deseo que, inevitablemente, nunca está completamente claro.
El deseo es incertidumbre y determinación juntas. Es un impulso ambiguo pero efectivo para comenzar. Es un principio que te empuja, a pesar de todo, a caminar.
Una oportunidad de liberación
En el camino vamos ligeros, llevamos lo esencial. Para avanzar no podemos llevar con nosotros lo que de ordinario nos pesa, nos bloquea, nos consume.
El viaje es una buena oportunidad para liberarnos, para despojarnos de nuestros lastres, para tomar un respiro de las relaciones que nos atan.
Evitar llevar cosas se convierte en una oportunidad para aprender a pedir, a dejar que la vida nos cuide, a descubrir una providencia secretamente escondida en el orden de las cosas.
Significa no comportarse como maestros con respecto a la vida. Significa aprender a no ser suficientes para nosotros mismos.
Significa crear un espacio, una carencia, dentro de la cual podemos ser hospedados continuamente. Significa aprender a recibir y a agradecer.
Este espacio abierto en el interior nos permite darnos cuenta de que somos más libres cuando somos llevados, cuando confiamos, cuando aceptamos lo que somos y lo que tenemos y recordamos lo que hay en nuestro interior.
Las dificultades
El camino solo se puede afrontar a la ligera, de lo contrario sucumbiremos a las cargas que no nos abandonan, esas que provienen de nosotros mismos: nuestros miedos e inseguridades.
Cuando nuestros hombros pesan y nuestros pies se niegan a caminar por el dolor, experimentamos que, así como en la vida, está bien ser pobres y necesitados.
Está bien sentir miedo e inseguridad. Está bien necesitar de los demás; lo importante es avanzar y no perder el rumbo.
Retirarse del camino es, de alguna manera, retirarse de la vida.
Así mismo, durante el trayecto nos encontramos con los que tienen miedo de compartir, los que han sido heridos, los que se cierran.
El viaje nos entrena para acoger y abrazar nuestras deficiencias, nuestros fracasos y las puertas cerradas que son, inevitablemente, parte de la vida.
Junto con otros
A veces se avanza en la soledad absoluta, esa que te aturde de tanto silencio. Luego te das cuenta, de que al final, el viaje nunca se hace solo, siempre es una experiencia junto a otros, junto a Otro.
En el viaje compartimos, callamos, reímos y decidimos juntos.
Es lo que hace que no nos apoderemos del camino, lo que hace que no nos sintamos dueños de él.
Los otros son el recordatorio constante de que necesitamos de los demás, de que no podemos solos, especialmente en los momentos de dolor, desánimo y desconfianza.
El encuentro con los demás nos deja vulnerables para recordarnos que lo más importante es dejarnos amar.
Releer la experiencia
Al final de esa peregrinación, al final de cada peregrinación, habrá un tiempo para releer. A veces, sin embargo, se nos incita a pasar de una experiencia a otra sin detenernos a cosechar los frutos de lo vivido. Preferimos archivar logros en lugar de profundizar en las experiencias.
Debe haber un momento, al final del viaje, en el que nos detenemos a releer la experiencia y nos vamos de nuevo. De hecho, la vida nos envía continuamente.
El camino no es más que una llamada a la vida, a continuar, a avanzar, a vivir con urgencia y a dejarse amar en el agradecimiento y la carencia, para al final darnos cuenta, de que Dios es un mendigo que camina con nosotros.
Aquí algunos famosos que hicieron el Camino de Santiago: