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El Dios vivo de la Biblia está en tu interior, ¿sabes cómo acogerlo?

PRAY
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Lorena Moscoso - publicado el 29/10/21
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Basta prestar atención y disminuir nuestra atención a todo lo que nos aleja de Él para poder verlo en los acontecimientos de la vida

Hace cuatro mil años, Abraham, el gran patriarca judío, no solo fue llamado por Dios para salir de su tierra natal de Ur y dirigirse a la tierra prometida de Canaán, sino que fue también llamado a creer en un solo Dios, el Dios de Israel, el Único Dios.

Llama la atención la poderosa historia del surgimiento de la civilización religiosa judía (y origen del cristianismo).

Pero también la peculiaridad de que este hombre fue el primer hombre en ser invitado a creer en un solo Dios, en medio de un mundo politeísta, es decir, de naciones que adoraban a varios dioses.

Podemos decir que Abraham fue el primero en creer en la existencia de un solo Dios.

En la experiencia del pueblo judío del Antiguo Testamento, con frecuencia se hace referencia al Dios vivo de Israel.

Este apelativo, aparece varias veces cuando el pueblo de Israel dejaba de adorar a Dios para rendir culto a los dioses paganos, y no eran pocas las veces.

Dios, sin embargo, no dejaba de manifestarse a lo largo de la historia de este pueblo, llamando y reuniéndolo una y otra vez para que creyeran en Él, Su único Dios y para que no se apartaran del camino.

Leemos frecuentemente pasajes que dicen cómo los israelitas se volcaban hacia dioses extranjeros, hechos por la mano del hombre.

Dioses huecos, muertos, desconociendo e ignorando la presencia del gran Dios que los guiaba a través del desierto y de la historia que iba delante de este pueblo consagrado hacia la tierra prometida.

Es fantástico ver cómo al recorrer la historia del Antiguo Testamento llegamos a conocer a ese Dios vivo que interactúa con su pueblo.

En ocasiones lo hace hablando con sus profetas y en otros momentos manifestando su poder, su Alianza, y el cumplimiento de sus promesas tomando en sus manos el destino de esta nación, a través de la cual serían bendecidos todos los pueblos del mundo.

Hoy, ya más distantes de esta experiencia, no es difícil reconocer a ese Dios vivo que conocemos del Antiguo Testamento.

Es posible que pensemos en Dios como una presencia distante, de cuentos, de historias pasadas, muy lejos en el cielo.

Pero la verdad es que cuando uno llega a tener contacto con el misterio sagrado, a través de los medios que se nos ofrecen en la fe, a saber:  la contemplación de la creación, las Sagradas Escrituras, la celebración de la Eucaristía, la recepción de los otros sacramentos, la oración -en especial el Santo Rosario- el testimonio de los santos y la experiencia de la vida misma, logramos encontrar a ese Dios vivo de las Sagradas Escrituras.

Su presencia y su obra en la historia de la humanidad está también expresada en nuestra historia personal.

Basta prestar atención y disminuir nuestra atención a todo lo que nos aleja de Él para poder verlo en los acontecimientos de la vida.

Desde luego, debemos saber que para tomar conciencia de su presencia divina, necesitamos de su gracia, de su ayuda, para poder percibirlo y reconocerlo en todo momento.

Cuando nos ponemos en oración, estamos en aquel momento, como Moisés, pisando tierra santa, porque el Rey se ha hecho presente, para escuchar nuestra pobre oración.

Habrá que descalzarse, entrar a paso desnudo, sabiendo que Él lo conoce todo, y que incluso lo que no podemos poner en oración, Él lo entiende y lo sabe.

Pedir que nos permita abrir los sentidos del corazón, destapar nuestros oídos y abrir nuestros ojos, los del alma, para poder contemplar Su maravillosa presencia.

Practiquemos al recibirlo en la santísima comunión, cerrar las puertas del corazón, tomando en cuenta que, a esta morada, ha entrado el Señor, nuestro amado.

Y sepamos replegarnos sobre esta realidad, como si una flor cerrara sus pétalos encerrando su delicado centro, no tanto para pedirle, más para contemplarlo, amarlo y descansar en Él.

Busquemos siempre la gracia, el perdón de los pecados, para que Dios el Padre, Dios el Hijo y Dios el Espíritu, hagan morada en nosotros.

Alegrémonos, porque ahí mismo, habita el Dios majestuoso y vivo de Israel, el Dios de la promesa cumplida, el Dios de los cristianos.

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