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Todos tenemos heridas: el arte de descubrirlas, reconocerlas y afrontarlas

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María Álvarez de las Asturias - publicado el 05/11/21
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Cómo encontrar apoyos para solucionar lo que nos duele o con lo que nos hacemos daño a nosotros mismos o a otros

Todos tenemos heridas. Más grandes o pequeñas, abiertas o suavizadas, continuamente dolorosas, o cicatrizadas.

Detectar nuestras heridas, o esas cicatrices que creemos que ya no dolerán pero que de vez en cuando se abren, es un paso esencial para curarlas. Una forma de reconocerlas es ponernos ante el Señor desde nuestra debilidad y mostrarle en verdad cómo estamos. Así, abriéndonos a su Amor, damos un primer paso para que Él nos ayude a curar lo que nos duele.

En otras ocasiones, no conocemos lo que nos está perjudicando. Es una gracia muy grande tener un encuentro con Él y que nos dé luz para ver lo que nos lastima sin que seamos -al menos del todo-, conscientes.

Rincones en la mente y el corazón

Hay muchas situaciones en la vida en las que tal vez no encontramos un mal grande, pero que tampoco son un bien: por ejemplo, dificultades personales que no nos atrevemos a afrontar y preferimos dejar en un rincón de la mente y el corazón, pero que nos están afectando; ofensas que nos siguen provocando rencor, porque no queremos o no podemos perdonar a quien nos ha lastimado; buscar ser felices con modos de vivir la afectividad que nos parecen normales porque son frecuentes pero que, enterados o no, nos están dañando seriamente; situaciones en las que nos hemos resignado a vivir con desgana relaciones que afrontamos como cargas y no recibimos como dones.

No resignarse al deterioro

Ese momento de encuentro con el Señor nos puede abrir los ojos para darnos cuenta de que “de ningún modo hay que resignarse a una curva descendente, a un deterioro inevitable, a una soportable mediocridad” (Amoris Laetitia, 232) y salimos con la certeza de que estamos llamados a vivir de otra manera, mucho más plena.

A veces, el Señor actúa hasta el fondo y nos cambia o cura esas heridas radical y completamente. Es indudable que, si se lo pedimos, Él puede hacer ese milagro con sólo decir “Quiero, queda sano”. Tal vez conocemos a alguna persona que lo ha experimentado; incluso nosotros mismos hemos podido tener esta vivencia: cómo el Amor de Dios ha curado del todo alguno de nuestros males (físicos, espirituales, heridas provocadas por cualquier tipo de relación) y salimos de ese encuentro completamente sanos.

Pero, generalmente, el Señor se vale de mediaciones humanas para venir en nuestra ayuda. Recibir luz para comprender que lo que estamos viviendo no es lo que Él ha pensado para nosotros y para decidirnos a tomar las medidas necesarias para que las cosas cambien, es un gran don. Encontrar a nuestro alcance apoyos para solucionar lo que nos duele o con lo que nos hacemos daño a nosotros mismos o a otros, es una muestra de su Providencia, aunque no siempre reparamos en ello.

Lo que tal vez no percibimos

Puede pasar que no lo advirtamos y que insistamos en pedirle que nos arregle lo que nos preocupa o duele, sin darnos cuenta de que nos está poniendo la solución al alcance de la mano.

Hay un cierto riesgo de caer en un espiritualismo con consecuencias negativas: obcecarse en que el Señor escuche nuestra oración y actúe, y cegarnos sin poder ver que ya nos ha escuchado. Para evitar este peligro, me viene a la cabeza el himno: “Yo, como el ciego del camino, pido un milagro para verte” que acaba pidiendo “Tú que conoces el desierto, dame tu mano y ven conmigo”.

Que el Señor, de quien afirmamos que sus heridas nos han curado, nos ayude a saber ver y a no despreciar la mano que nos tiende a través de los hermanos, a fiarnos de las posibilidades que pone en nuestro camino para levantarnos, dar un paso más, caminar acompañados por la senda que Él ha pensado para nuestra felicidad.

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