Me gusta Jesús cuando me mira y me revela mi verdad. Me siento como uno de esos escribas y fariseos de los que habla Jesús, que se consideran importantes y buenos.
Y se sienten seguros y poderosos. Como si Dios los mirara complacido, orgulloso de sus hijos.
¿Cómo me mira Dios a mí?
En ocasiones siento que mis actos tienen tanto poder que pueden influir en el ánimo de Dios.
Yo hago que Dios se enoje conmigo y arda en cólera cuando no actúo con justicia o mis pecados hieren al débil. Yo logro que Jesús sonría complacido y feliz al ver mis buenas obras.
¿Tengo tanto poder con mi comportamiento? ¿Cómo es Dios?
Mi (pequeña) idea de la divinidad
No lo sé. Siempre que pienso en el Dios de mi vida me reconozco incapaz de definirlo, de encuadrarlo en mis medidas.
Quiero ponerle límites con mis nombres, con mis experiencias. Para controlarlo mejor a Él y tener así un cierto control sobre mi propia vida.
Un Dios a la medida de mi corazón es más fácil. Un Dios adaptado a mi tamaño. Pequeño como yo, moldeable. Un Dios hecho con manos humanas. Un Dios impotente y frágil.
Y yo, mientras tanto, soy poderoso. El orgullo y la vanidad de cumplir con sus mandamientos pueden alejarme de Él en lugar de acercarme, porque cuando lo hago todo bien ya no me hace falta su presencia.
¿Acaso creo que yo soy?
Yo puedo solo, soy digno, sabio y poderoso. Y los demás me deben pleitesía, pueden rendirse a mis pies y me siento bien cuando recibo alabanzas y todo tipo de halagos.
La vanidad me envenena. Puedo salvarme solo y entonces el cielo es el pago por mis servicios.
Tengo derecho a entrar y nadie puede detenerme. No necesito a Dios para entrar en el cielo. Seguro que Él está feliz conmigo.
Creo que ese perfeccionismo que construyo con mis fuerzas es lo que más daño me hace.
Quiero reflejar una imagen impoluta, perfecta. Bien peinado, bien vestido. Siempre con la palabra correcta en la boca. Todo lo sé, todo lo he visto, todo lo controlo.
No me da miedo nada porque está todo bajo mi mirada. Nada se me escapa. ¿No tengo el peligro de llegar a pensar así y querer ser como Dios?
Puedo comulgar porque he cumplido con todo, lo hago todo bien y Dios sonríe, orgulloso de mí, seguro y me da mi premio.
Esa imagen es la que destilan los fariseos. Ellos juzgan lo que está bien y lo que está mal. Condenan a los pecadores, expulsan a los infieles.
Ellos simplemente dan ejemplo porque son dignos. Sus oraciones valen más y sus actos son los que siembran santidad.
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¿A qué santidad aspiro?
¿Quiénes son de verdad los santos? ¿Los que lo hacen todo bien? ¿Los que no cometen nunca errores?
Ese concepto de santidad me abruma y me aleja de Dios y de la Iglesia. Si la santidad pasa por cumplir siempre y no caer nunca no me siento llamado a vivir así.
No puedo lograrlo y me desespero. Entonces miro a Dios con dolor por no haberme hecho perfecto y fuerte. Soy débil y peco.
Y resulta que no soy más santo cuando me alejo del mundo, huyendo de las tentaciones.
Quiero ser santo cubierto del barro de esta vida, de la debilidad de los hombres con los que camino, que es mi propia debilidad.
No es una santidad espiritual que me aparta de mi vida concreta, de mi propia carne frágil. Decía el padre José Kentenich:
¿Quien me hace santo?
No me siento por encima de nadie. No me siento más cerca de Dios. Sólo creo que Dios me ha dado un camino para vivir a su lado.
Y yo puedo hacerlo mal y no valorar que es Él quien me hace santo y no yo con mi comportamiento impecable.
Es Él quien se agacha sobre mí, caído en mis debilidades, y me lleva hasta su pecho para abrazarme conmovido, colgado sobre sus hombros.
Le conmueve mi mirada desvalida mientras me preocupo del más débil. Me agradece mi actitud misericordiosa con el que necesita amor y aceptación.
Le conmueve verse en mis manos cuando acompaño al caído.
Y no le gustan ni mi orgullo ni mi vanidad cuando siento que soy mejor que muchos. Mi humildad es lo que me salva.
La conciencia de ser elegido y amado por Dios es lo que me levanta. Lo que me impulsa a querer dar la vida.
No siempre sabré exactamente lo que Dios desea de mí. Tendré dudas, me confundiré. Me dejaré llevar por mis pasiones y afectos desordenados.
No lograré poner orden dentro de mí. Pero Dios no me deja, no se desentiende de mí. No me abandona en medio de la lucha. Me busca, me persigue y me abraza para que luche.
Con humildad y amor
Con humildad. Los santos humildes son los que convencen. Los de andar por casa que no han realizado grandes milagros. Los sencillos de corazón grande.
Los que escuchan más de lo que hablan. Los que no se sienten especiales y no alardean de sus obras.
Los que han probado la derrota sin perder la esperanza. Y más que intentar hacerlo todo bien luchan por hacerlo todo con amor.
El santo se abaja sobre el débil, levanta al caído y sostiene al que duda. Es de carne y hueso, se rebela contra la injusticia y no tiene respuesta para todo. El santo es derrotado y no deja de creer en la victoria final.
Dios es quien me salva.