No me quiero sorprender cuando no estoy a la altura de lo esperado por mí o por otros. Cuando no doy la talla a la que quería llegar. Cuando no cumplo con aquello con lo que me había comprometido.
Mi pecado me asusta tan a menudo... Me desconozco en mi debilidad. Quiero decir que no y acabo cediendo. Quiero negarme a caer, pero caigo. ¿Cómo puedo caer tan bajo?
Comenta el padre José Kentenich:
Me asusto de mí
Soy capaz de lo mejor y también de lo peor.
Puedo dejar que el odio venza en mí llenando de ira mis gestos y palabras. Puedo dejar que mis adicciones se adueñen de mi voluntad, veo que es todo tan frágil.
Entonces me sorprendo al mirar dentro de mí. ¿Cómo puede estar Dios contento conmigo?
Lo pienso a menudo, a Dios no le ofende mi pecado. Sólo le produce dolor verme infeliz o perdido, lejos de Él caminando sin rumbo.
Aun así, me miro y me asusto. Con el tiempo puedo llegar a acostumbrarme. Y me dejo llevar por la corriente de las tentaciones.
Pienso que ya no puedo hacer nada para cambiar, para mejorar. Creo que es tanto el daño que hago que ningún bien que intento compensará la pérdida.
¿Para qué arrepentirme si vuelvo a caer?
Me equivoco al preguntarme: ¿Qué sentido tiene la confesión? ¿Para qué me valen los golpes de pecho con ánimo contrito?
Cuando veo con dolor que nada cambia en mí después de mil decisiones previas de hacer el bien y mejorar.
He decidido muchas veces hacer las cosas bien. Me he propuesto levantarme por encima de mis cenizas una y otra vez, volver a nacer para nunca más volver a caer.
Me he mantenido firme sobre el alambre de la vida, arriesgándolo todo, amenazado por los vientos.
Pero he caído de nuevo. Cuando menos lo esperaba me he dejado llevar por la corriente.
Lo peor de mí
Lo peor que hay en mí ha salido a la luz. Mi envidia, mi egoísmo, mi rabia, mi rencor, mi impureza, mi dejadez, mi desidia.
Todas mis tentaciones se han vuelto poderosas. ¿Cómo puedo hacer frente a ese mal que me incita a dejarme llevar?
La tentación me presenta siempre verdes praderas, caminos anchos, placeres hondos, verdades a medias y una felicidad verdadera que se antoja muy lejana.
Y yo quiero ser feliz aunque sólo sea por un momento, por un rato.
Mi miseria puede servir
Miro mi corazón y siento que no quiero sobrevivir sino vivir con un sentido. Quiero alzar la mirada y aspirar a las estrellas.
Me miro con honestidad, algo inquieto: ¿de qué me sirven mis pecados en toda esta batalla?
Siento que sólo son retrocesos que me llevan al comienzo del camino. Me decido a ser mejor. Añade el Padre Kentenich:
El camino a la salvación
Hay que ser niño para entender que mi debilidad y mi pecado no me hacen peor persona, simplemente me ensucian por dentro y me vuelven mendigo de amor por las calles.
Y me muestran que lo único que me salva en esta vida es la misericordia de Dios, no mis méritos.
Porque mi miseria es manifiesta. Por eso no me escandalizo cuando peco. Tomo mi pecado en mis manos, mi suciedad, mi miseria y se la entrego a Dios como ofrenda.
¿Qué hará Él con ella? Yo tengo claro lo que haría. La escondería, la apartaría de mí, la alejaría de mi presencia para parecer perfecto a los ojos de Dios y del mundo.
No me gusta verme débil. Prefiero la perfección que no poseo. Hacerlo todo bien es la meta imposible de mis sueños.
No pecar nunca para no tener que reconocer con humildad que no puedo con mi fragilidad.
Estoy roto y no lo acepto. La mirada de Jesús es la que me salva y levanta. Es su voz la que me recuerda que no tengo que temer nada.
No son mis méritos los que me salvan. Y la felicidad no me la da hacerlo todo bien, sino amar.
De la vergüenza y el miedo a la confianza
Aunque me hiera cuando amo, aunque sufra y no todo salga bien al amar y dar la vida, aunque lo pierda todo en ese momento en el que creo que me estoy entregando por entero.
Dios conoce mi fragilidad y no se asusta, me ama. No le sorprenden mis debilidades, las acepta. No se escandaliza al ver lo lejos que puedo llegar y lo bajo que puedo caer.
Y me dice que me quiere estando sucio, sin méritos y sin logros. Desde lo hondo de la cueva en la que me escondo para que Dios no me vea, Él me llama. Y me rescata para sacarme de mis miedos.
No quiere que viva con vergüenza ni temor. Quiere que confíe en Él y desea que crea que mi pecado le pueda servir a Él como abono del campo de mi alma, como semilla para que surja una planta nueva y preciosa.
Así es Dios, logra hacer milagros dentro de mí.