Se levantó como cualquier día Juan Diego. Tenía miedo en el alma, estaba inquieto. Había visto a María y su corazón se sabía amado profundamente. Era preciosa, la mujer más bella jamás vista.
En el monte, donde menos podía esperarlo. La vio y todo cambió en su alma. A Ella no podría negarle nada, pensó en su corazón.
Se siente querido, se sabe el más pequeño de sus hijos:
"Juanito, el más pequeño de mis hijos, yo soy la siempre Virgen María, Madre del verdadero Dios por quien se vive".
Una emergencia
Pero amanece ese día y comprende que su tío lo necesita, se encuentra enfermo. Y entonces lo urgente pasa a ser prioritario en ese nuevo día.
Su tío necesita un médico, está muy enfermo y él puede ayudarlo porque es joven y está sano.
La urgencia siempre tiene prioridad en la vida, lo había aprendido. Lo prioritario es cuidar a su tío.
Sólo una cosa turba su ánimo, la Virgen María. Ella quiere que vaya a llevarle al obispo una prueba de su existencia.
Pero no puede hacerlo porque ahora su tío es prioritario, el obispo y María pueden esperar. Es sensato Juan Diego y muy prudente.
Dios no tiene prisa
Yo mismo optaría por lo urgente. Un templo en honor de María no es prioritario. El tiempo no urge para las cosas del alma.
Pero la vida que se lleva la enfermedad es algo más grave, más urgente. Es necesario darle prioridad.
Con esos pensamientos deja Juan Diego su casa y emprende el camino que cambiará su vida para siempre.
En mi propia vida resuenan los pensamientos de Juan Diego. Yo también doy prioridad a lo urgente, pues la tiene.
Contesto al que me llama, respondo al que me pide, actúo cuando me presionan. Lo urgente es prioritario, siempre lo es. O al menos lo que parece urgente.
Optar, ¿según qué criterio?
¿Quién decide lo que es urgente y lo que no lo es? Es todo muy sutil, muy vago. Siempre puede haber varios bienes en juego.
Yo tengo que optar por ese bien que hago primero, aunque deje de hacer otro. No importa. Yo me pongo en camino a salvar lo inmediato, lo más importante en ese momento.
Y me convenzo a mí mismo de que estoy haciendo lo correcto. Es mi tío, está enfermo, es lo que Dios me pide, seguro.
Es curioso cómo pongo en Dios deseos que son míos. Me meto en sus pensamientos y le atribuyo mis propias convicciones. Es como si Dios fuera un reflejo de mi propia manera de ver las cosas.
Miedo, comodidad y rodeos
Doy un rodeo como Juan Diego, para evitar lo que me asusta, justificando mis miedos, defendiendo mis decisiones.
Evito la confrontación, el conflicto, el problema. Eludo el camino complicado. Y siempre encuentro alguna excusa válida, como recurrir a lo urgente.
Me acostumbro a la comodidad y no quiero que nadie altere ni mis planes, ni mis pasos. Detrás de la enfermedad que me mueve se esconden miedos.
No quiero enfrentar caminos desconocidos y busco excusas. No quiero tener que hacer lo que supera mis fuerzas.
Es la tentación de la comodidad, de no querer salir de esa zona donde estoy seguro. Mi casa, la de mi tío, su salud y bienestar. Ahí lo controlo todo.
Yendo a ver al obispo todo me supera. Juan Diego soy yo tantas veces dando rodeos para evitar el problema.
Que lo resuelvan otros, que otros actúen y den respuestas, que otros digan lo que yo no me atrevo a decir.
Cuando el deber es una excusa
Me falta valentía para enfrentar la vida y lo maquillo todo bajo el cumplimiento de mi deber.
Sigo en el trabajo que me da de comer a pesar de saber que no es el lugar que me hace crecer.
Mantengo una relación que no me construye por miedo al daño de cortar lo que un día empecé.
No quiero desilusionar a nadie ni hacerles daño y pospongo las decisiones importantes. Dar rodeos es siempre mi estrategia.
María detiene
Y entonces llega María y detiene a Juan Diego en el lugar más inesperado, al pie del monte:
"No temas esa enfermedad, ni otra alguna enfermedad y angustia. ¿No estoy yo aquí que soy tu Madre? ¿No estás bajo mi sombra? ¿No soy yo tu salud? ¿No estás por ventura en mi regazo? ¿Qué más has menester? No te apene ni te inquiete otra cosa; no te aflija la enfermedad de tu tío, que no morirá ahora de ella: está seguro de que ya sanó".
Esas palabras de María salvan a Juan Diego, salvan su vida. Él tiene miedo de enfrentar lo imposible. Es un indito ignorante que no sabe nada.
Y María le promete darle su sabiduría y sostener sus pasos. Juan Diego no puede hacer otra cosa que aceptar ese amor tan grande:
"Sube, hijo mío el más pequeño, a la cumbre del cerrillo, allí donde me viste y te di órdenes, hallarás que hay diferentes flores; córtalas, júntalas, recógelas; enseguida baja y tráelas a mi presencia".
Juan Diego obedece. Y en esa tilma deja Ella impresa su faz, para que nadie olvide su amor, su rostro, su misericordia.
Y la vida de Juan Diego cambia. Ya no tiene que preocuparse de nada. María va a estar con él todos los días sosteniendo su vida, la tuya, la de todos: