Los ‘Recuerdos del tiempo viejo’, de José Zorrilla, es una de esas obras escondidas, poco conocidas por el público en general, y muy valoradas por los expertos y conocedores.
Se trata de unas memorias inusuales, muy modernas de factura, por su libertad de escritura y forma heterodoxa, pero también por su carácter de ‘confesión general’ del escritor, que somete a su vida entera, y a su trayectoria literaria, a un juicio severo, implacable en no pocas ocasiones, en el que aflora una humanidad desnuda y despojada.
Zorrilla fue construyendo esta autobiografía, semana a semana, a partir de los depósitos de recuerdos de su memoria, y con la prensa como destino. La escribe al final de su vida, en parte movido por la necesidad económica, que siempre le acompañó, y sin ser demasiado consciente de estar inventando un modo nuevo de afrontar el género de la autobiografía, marcado por una indómita presencia de la subjetividad y la mirada personal.
A partir de octubre de 1879 y hasta 1882, durante alrededor de tres años, fue rememorando su vida, su obra y, sobre todo, la sociedad de su tiempo, en una serie de artículos para ‘Los lunes de El Imparcial’ de escritura libre y deslumbrante.
Textos que luego iría agrupando en volúmenes (hasta tres), pero que llevaban años inaccesibles para el público general, más allá de ediciones digitales de pobre calidad. En el año 1996, Círculo de Lectores publicó la obra en su colección Maestros Modernos Hispánicos, que hace años que no se encuentra más que en el mercado de segunda mano.
Y hace cuatro años, con motivo del bicentenario del nacimiento del escritor, el Ayuntamiento de Valladolid, su ciudad natal, realizó una edición facsímil de la obra, que tampoco es fácil de encontrar. Afortunadamente, la editorial Bolchiro acaba de recuperar los ‘Recuerdos del tiempo viejo’ de José Zorrilla en una edición, con notas explicativas, pensada para el lector común, que busca rescatarla del olvido.
El carácter de ‘confesión general’ que por momentos tiene la obra del autor del Tenorio, la explica el también dramaturgo vallisoletano José Luis Alonso de Santos en el prólogo para la edición conmemorativa mencionada. “Es importante tener en cuenta que Zorrilla, al escribir esta obra sobre su ‘yo’ (o mejor sobre sus múltiples ‘yos’) es católico creyente y tiene asociado el concepto de personalidad con el de culpa y confesión”.
Por ello “busca siempre el perdón de lo que él considera sus errores anteriores (como escritor y como persona) en su confesión y arrepentimiento”, explica De Santos. Y cita una frase del propio Zorrilla muy expresiva de esa actitud: “Gracias a Dios, que me ha dado tiempo, juicio y valor para reconocer y confesar públicamente en mi vejez mi juvenil imbecilidad”.
El escritor somete a crítica inmisericorde a su propia obra, sobre todo la teatral, y apenas salva un acto de su ‘Traidor, inconfeso y mártir’. Es especialmente duro con su ‘Don Juan Tenorio’, su obra más querida por el público. Un cariño que Zorrilla agradece, pero del que afirma que no redime a la obra de sus carencias.
El juicio de José Zorrilla sobre sí mismo no se ajusta a la verdad de sus méritos, lo que ha llevado a muchos expertos a ver en esta actitud extremadamente autocrítica algo de pose, o de máscara, con la que el escritor se protege de las críticas de los demás, convirtiéndose en el campeón de su propia denigración.
Sin embargo, hay bastante acuerdo en considerar que acierta plenamente al señalar que el gran mérito de su Tenorio no es el personaje protagonista, pese a su inmensa popularidad, sino el de doña Inés. “Mi obra tiene una excelencia que la hará durar largo tiempo sobre la escena, un genio tutelar en cuyas alas se elevará sobre los demás Tenorios: la creación de mi Doña Inés cristiana”, explica Zorrilla en sus ‘Recuerdos del tiempo viejo’.
“Los demás donjuanes son obras paganas; sus mujeres son hijas de Venus y de Baco y hermanas de Príapo; mi doña Inés es la hija de Eva antes de salir del Paraíso”, añade. “Quien no tiene carácter, quien tiene defectos enormes, quien mancha mi obra es Don Juan; quien la sostiene, quien la aquilata, la ilumina y le da relieve es Doña Inés; yo tengo el orgullo de ser el creador de Doña Inés y pena por no haber sabido crear a Don Juan”.
Y concluye Zorrilla: “El pueblo aplaude a éste (Tenorio) y le ríe sus gracias, como su familia aplaudiría las de un calavera mal criado; pero aplaude a Doña Inés, porque ve tras ella un destello de la doble luz que Dios ha encendido en el alma del poeta: la inteligencia y la fe. Don Juan desatina siempre, Doña Inés encauza siempre las escenas que él desborda”.
Otros temas cruciales de su vida, como su traumática relación con su padre, que nunca le perdonó el dedicarse a las letras en contra de su voluntad, están narrados en un tono que combina la autocrítica propia con el reproche ajeno, y que revela cuán hondamente clavada en su corazón estaba esta espina personal.
Es especialmente tierno el escritor cuando recuerda los días que pudo convivir con su madre, ya mayor, después de mucho tiempo sin apenas verla: “Vino, pues, mi madre a mi casa y yo no sabía ser su hijo: la trataba como a una hija mía. Yo la mimaba, yo la peinaba, yo la dormía; sentía que no fuese una niña de tres años, para poderla tener todo el día sobre mis rodillas y velarla de noche el sueño, colocada en mis brazos su cabeza”.
En sus memorias Zorrilla termina dando cuenta de todos los episodios importantes de su vida: desde sus primeros estudios, los temores que le inspiraba de niño la figura de un San Miguel a caballo en una vecina parroquia de su Valladolid natal; su homenaje a Larra, que le lanzaría a la fama; sus aventuras en París y en México… una vida ciertamente repleta de aventuras. Y de sinsabores también, pues su innegable éxito convivió con las penalidades económicas y con las insatisfacciones personales.
Ocasionalmente, en su relato afora una religiosidad de la que, habitualmente, Zorrilla no hacía gala, pero que nunca ocultaba. Y así, por ejemplo, surge al dar cuenta de su estancia en Burdeos, donde le sorprende el modo como los franceses se relacionan con Dios. “A un español asombran, si no irritan, la irreverencia con que a Dios se trata, y el ver cómo sus preces se recitan sobre un pie y sobre un codo, como banda de grullas que dormitan”.
“Nunca así a Dios se adorará en Castilla; nuestra fe es más profunda y más sencilla”, concluye el poema, en el que evoca su experiencia en Francia. Y remacha, ya en prosa: “Tal fue mi primera impresión hace treinta y cuatro años, poeta creyente, hallé de menos mucho fondo y de sobra mucha forma en la manifestación religiosa del catolicismo francés en Burdeos”.
La nueva edición de ‘Recuerdos del tiempo viejo’ que ha editado Bolchiro, con prólogo nuevo de José Luis Alonso de Santos, deja fuera de la obra la parte final de las ‘Hojas traspapeladas’ que no encaja ni por tono ni por contenido con el resto de la obra y que fue, a juicio de la editora Liz Perales, una forma de estirar las publicaciones por parte del poeta y dramaturgo vallisoletano.
A cambio la edición revisa la ortografía y la puntuación de la obra conocida hasta ahora -que en muchas ediciones está lastrada por una excesiva fidelidad a la edición impresa en el periódico- y añade un conjunto de notas que permite situar al lector en relación a algunos personajes y situaciones que Zorrilla cita.
Estamos ante un libro, ‘Recuerdos del tiempo viejo’, que el novelista Eduardo Mendoza y otros creadores no dudan en colocar entre lo mejor de la prosa del siglo XIX, entre otras muchas razones por estar “maravillosamente escrito”.
“También, y por encima de todo, (es) la lúcida autobiografía de un hombre cuyo talento excepcional no le proporcionó ni el éxito, ni la fortuna ni la felicidad”, añade Mendoza. Y concluye: “No es lo menos admirable de esta obra la honestidad y el sentido del humor con que Zorrilla rinde cuentas, desde la amarga perspectiva de su ancianidad, del azaroso curso de su vida”.