Esta idea, esta sentencia, este consejo espiritual hoy es casi una provocación. Cuando la moda, las redes sociales, el consumo nos invita a la exhibición, a convertirnos cada uno en un espectáculo, en el foco de todas las miradas, emerge esta idea llena de sentido común. Es preciso rebajar la tensión de ser el centro de atención sencillamente porque, de tejas abajo, es estresante y no es sano (y si no que se lo pregunten a las chicas y los chicos que se lucen en Instagram y que padecen la esclavitud de ser cada día más atractivas, atractivos y envidiables); y visto desde una perspectiva más espiritual es un modo de vivir la humildad que nos puede llenar de paz y acercar a Dios.
-Mi gran espectador es el Señor y lo único quiero es agradarle. Él se complace en la humildad porque es manso y humilde de corazón. Y voy a seguirle. Y me olvidaré de andar cabalgando a lomos de un alazán rojizo y me abajaré para andar sobre un sencillo borrico.
Descubriremos cosas nuevas
¿Habrá que apartarse quizá de la insaciable voluntad de captar las miradas, la admiración, el reconocimiento y provocar incluso la envidia? Quizá sí. Tal vez entonces tendremos tiempo para nosotros y para el Señor. Entonces veremos cosas nuevas que andan más allá de nosotros mismos tan subidos a multitudes escenarios. Quizá superaremos la lucha por el estatus, el aplauso y el like; por la obsesiva manía de querer estar por encima de los demás.
Sin embargo, Dios habla en lo escondido como una brisa suave, inaudible para los que hacen mucho ruido y se rodean de silbidos y cantinelas. Habrá que bajar el volumen de todo lo que exalta la vanidad, el orgullo que nos hace sentirnos valiosos. Nuestro valor no está en las miradas: nuestro valor está en los méritos que ya nos ganó Cristo con su pasión, muerte y resurrección. Y valemos mucho: la sangre del Señor que nos salva y nos hace hijos de Dios.
¡Ahí es nada!: ser hijos de Dios. Esa sí es nuestra verdadera dignidad santa e íntima que nos enorgullece interiormente. Ahí están los signos de nuestro mensaje: en la elegancia de hacerlo todo con nuestra capacidad de estar detrás sonrientes. De permanecer en un segundo plano, sin hacer ostentación de nada, sino desplegando acciones serenas y cargadas de sentido: escuchar, esperar, callar, aguantar, acompañar, cuidar en silencio.
Qué difícil es vivir así en un mundo tan ajetreado y vacío y lleno de reclamos para ganar en la competición de ser los más destacados, exclusivos y, permítaseme la ironía, modernos. No hace falta tanto ruido. Lo mejor, lo más grande e íntimamente satisfactorio es, desde el rincón callado, dar gracias a Dios por todas sus misericordias. En esa misma medida, tomar los talentos y los dones que Él nos ha regalado para hacerlos fructificar. Poco a poco, en detalles, en pequeñas acciones, en la oración escondida, en el sencillo trabajo bien hecho que no por ser más brillante está mejor hecho. Somos su instrumento: que en nuestra tarea responda a esta divisa que decía san Josemaría: “Ocultarme y desaparecer es lo mío, que solo Jesús se luzca”.
Pues bien, ser discreto, sereno, pacífico y a la vez lleno de disponibilidad, según los requerimientos de nuestros hermanos los hombres, es muy atractivo, primero para nosotros si lo logramos, y también para los demás.
Sí, sí: ese no era nuestro primer objetivo. Pero hay quien sabe mirar y ver entre líneas. Y ese ejemplo acaba siendo, en su sencillo goteo, capaz de arrastra almas.