¿Tiene algún sentido, dentro de la Historia del Cine, una película cuyo eje central se organice en torno a la propaganda y las soflamas ideológicas?
Éste es el debate que ha reabierto el estreno de un filme chino amparado por el Departamento de Propaganda del Partido Comunista: The Battle at Lake Changjin.
De momento, sólo se ha visto en Canadá, Estados Unidos, Australia, Reino Unido, Corea del Sur; y, por supuesto, China, donde el año pasado fue la segunda película más taquillera del año.
Lo sorprendente es que un largometraje de tres horas de duración en el que los americanos son los villanos haya sido vendido a EE. UU.
No menos sorprendente resultan sus artífices. Son tres directores de trayectoria a veces prestigiosa: Chen Kaige (quien, a principios de los 90, obtuvo resonancia con los galardones que recibió Adiós a mi concubina); Tsui Hark (responsable de cuatro de los títulos de Érase una vez en China, espectaculares cintas de acción y artes marciales); y Dante Lam (con menos notoriedad, pero experto en los géneros bélico y de acción).
Antes de Dante Lam, al parecer, se consideró a Roland Emmerich, por lo que podemos aventurar por dónde iban los tiros… Finalmente, el cineasta alemán no pudo participar tras retrasarse el proyecto por la pandemia de coronavirus. O eso se cuenta: es dudoso que Emmerich, el alemán más pro-americano del mundo del cine, aceptara un trabajo en el que los estadounidenses son retratados como "los malos de la película".
Pero volvamos al debate, que es lo que nos interesa en este texto. Las críticas, que en general han sido entre malas y tibias, apuntan a un interés demasiado evidente en mostrar a los soldados chinos como moralmente superiores, y más acostumbrados a pasar hambre y a sufrir que los soldados norteamericanos.
Puede recordarnos aquellas escenas de Rocky IV, en las que el púgil protagonista se ejercitaba en medio de la nieve con artilugios propios de la naturaleza mientras su oponente ruso prefería los aparatos más sofisticados para su entrenamiento en salas con buena temperatura. También podríamos citar Rambo, donde los norteamericanos utilizaban al personaje para vencer físicamente (lo que conllevaba la ideología) a sus enemigos.
Un proyecto auspiciado por el gobierno
Pero hay dos diferencias importantes entre aquellos filmes de Sylvester Stallone y esta superproducción china.
En primer lugar, que las películas de Stallone en las que practicaba la superioridad sobre sus antagonistas ya fuera en el ring o en los desiertos de Afganistán, vistas hoy día, han quedado como un entretenimiento de antaño, del estilo a cómics cinematográficos, productos propios de matinal.
Y, en segundo lugar, algo que ha remarcado un crítico de The Guardian: mientras los filmes de John Rambo partían de estudios de cine y del empeño de un actor, The Battle at Lake Changjin es un proyecto puesto en pie por el gobierno chino.
Aquí es donde radica la diferencia mayúscula: que, cuando es el gobierno el que patrocina sus bengalas ideológicas, no podemos hablar de Cine, así, en mayúsculas, sino de propaganda, de política auspiciada por políticos.
Pensemos en las películas propagandísticas de Adolf Hitler y Leni Riefenstahl o en las que se rodaron a mayor gloria de Francisco Franco en España: son títulos que anulan cualquier valor humano para establecer por encima el valor ideológico.
Por si esto no bastara, veamos lo que sucedió en China después del estreno del filme en 2021: el ex periodista Luo Changping fue detenido por hacer "comentarios insultantes" sobre los soldados chinos de The Battle…; esto, según sus leyes, viola la reputación de los mártires nacionales.
El filme de los tres directores relata la batalla del lago Changjin, donde las tropas chinas empujaron a los soldados de la ONU, con liderazgo de Estados Unidos, hasta la frontera con China durante la Guerra de Corea en los años 50. Tras esta recreación en la pantalla se cobija un propósito: avivar la rivalidad entre China y Norteamérica.
Los mismos directores estrenarán este año la secuela: Water Gate Bridge. Visto el tráiler, vistas algunas secuencias, e incluso los diseños de los carteles, es evidente que también estamos ante una especie de copia o de renacimiento del cine que los norteamericanos rodaron tras la Segunda Guerra Mundial: películas bélicas y espectaculares donde lo que prima es la heroicidad (y el sentido del honor).
También lo hizo Michael Bay en 2001 con su Pearl Harbor de tres horas. Pero estas nuevas producciones han perdido por el camino lo que importaba de Un puente lejano o Un día más largo: que, a pesar de todo, eran buenas películas llenas de encanto.
Para quienes amamos el cine, esta clase de productos que anteponen lo político y lo ideológico resulta una especie de perversión del motor principal de cualquier cineasta verdadero. Necesitamos películas como la japonesa Drive my Car, que nos hagan avanzar, nunca retroceder.