Hay escenas que tengo grabadas en el alma. Casi como si las hubiera visto yo mismo en aquel lago de Genesaret, donde Jesús vivía y amaba:
Una barca quieta en el puerto, atada a la orilla, parece inútil. ¿Para qué puede servir? Una barca sirve para navegar, para pescar, para recorrer distancias y llegar a otras orillas. Una barca anclada no sirve, no cumple su misión, no ayuda a nadie.
En ocasiones puedo sentirme como una barca varada en el puerto. Una barca sobre la tierra, sin agua que la impulse al mar.
¿Hay vidas inútiles?
Hay momentos en los que me siento así. Momentos de enfermedad, de fracaso, de soledad. Momentos en los que puedo sentir que mi vida no sirve para nada.
Me siento mayor, viejo. Veo que han pasado mis días, cuando era tan activo, cuando hacía tantas cosas.
¿Hasta cuándo merece la pena vivir? ¿Hasta cuándo es útil mi vida? ¿Cuándo puedo decidir que la vida de una persona ya no merece la pena?
Hoy parece que sólo valen las vidas de las personas que son útiles a los demás. Se mide la utilidad de una vida por su servicio a los hombres. Decía el papa Francisco:
Las barcas inútiles, las vidas que parecen no aportar nada. ¿Merecen la pena?
Dios se muestra en mi pobreza
Siempre pienso que, en este gesto sencillo, Jesús me dice que desde mi barca varada Él va a predicar. Desde mis límites y pobreza Él va a llevar su mensaje a los hombres.
Jesús está rodeado de gente. Mira a su alrededor, mira al mar y ve una barca quieta, varada.
La pide prestada para predicar desde ella. La barca inútil tiene una utilidad, sirve para algo.
Imagino su voz fuerte gritando desde el mar, junto a la orilla. Para que le oigan. Y las masas en la orilla escuchando sus palabras.
Repensar mi vida
Mi vida no es más útil cuando aprovecho mi tiempo, cuando hago todo bien, cuando consigo satisfacer las expectativas de los que me rodean.
Habrá momentos en los que piense que soy un gran apóstol. Viviré feliz haciendo el bien, llevando esperanza.
Mis obras brillarán, mis palabras, mis gestos. Seré una semilla que da fruto en medio del desierto. En esos momentos mi vida será joven y estará llena de fuerza.
¿Pero qué pasará si no es así, si ya no doy fruto y ya nadie se fija en mí?
Llegarán momentos en los que no me consulten, no me busquen, no me esperen y se alegren cuando otros vengan a ocupar mi lugar.
Entonces tendré que repensar mi vida y agradecerle a Dios por la oportunidad de seguir ahí, junto a la orilla.
No importa el tiempo. Me pide que tenga paciencia. Que me reinvente. Que busque nuevas formas de hacer las cosas.
Si ya no me resulta como antes, tendré que inventar un nuevo camino. Soñar nuevos sueños. Escalar nuevas montañas. De nada sirve si no, la vida. No me quiero conformar.
Siempre seguir luchando
El otro día un tenista ganaba un partido imposible. En el momento más crítico del mismo pensó:
Esa mentalidad es la que me gustaría tener en la vida. Ver el partido perdido y no dejar de luchar.
No enfadarme conmigo mismo, no tirar la toalla, no lanzar la raqueta. Seguir en la pista confiando en que mientras haya vida hay esperanza.
Esa actitud no es tan sencilla. Hace falta una madera especial. Creer aunque todos piensen que es imposible. Creer aunque yo mismo haya dudado de mis posibilidades.
Esa forma de enfrentar la vida es la que no es tan común. No reacciono yo así. Si las cosas comienzan a ir mal me enojo con el mundo.
Busco culpables fuera de mí. Justifico mi actitud alegando que no había nada que hacer, que nadie en mi lugar lo hubiera logrado.
En esos momentos es cuando me siento barca varada en la orilla, barca inútil. No quiero pensar así porque se irá perdiendo la vida sin darme cuenta.
No me quedo anclado en ese pensamiento negativo. Mi barca aún puede acoger a Dios. Puede aún ser un instrumento en sus manos.
No quiero dudar de lo que hay en mí, esa fuerza inagotable que me impulsa a levantarme con una sonrisa en los labios cada mañana. Esa fuerza que me hace creer lo imposible.