Hace escasos días apareció en las redes la noticia de que algunas empresas están trabajando en el desarrollo de “anillos inteligentes”. Muchos se han atrevido a especular sobre lo que sería un anillo de matrimonio: un anillo que, entre algunas de sus funciones, permitiría saber toda la trayectoria de nuestro cónyuge y los lugares visitados por él, así como sus ubicaciones en tiempo real, siempre que él lo lleve puesto también.
Esto no es nuevo. Existen en la red numerosas aplicaciones de control parental que permiten saber dónde se encuentran nuestros hijos adolescentes y prevenir -al conocer- si se pueden estar metiendo en problemas. También son conocidas las aplicaciones de rastreo y ubicación que en muchos casos gustan de utilizar algunos consortes celosos para contrastar la información que sus parejas puedan darles cuando no se fían de ella. Google Maps ya registra la trayectoria de los lugares visitados con solo tener nuestro dispositivo móvil encendido y la función de ubicación activada.
Sin entrar en el hecho de si la noticia es una broma viral pesada o meras conjeturas, el tema nos permite hablar de otra cuestión mucho más interesante: la legitimidad o no del control dentro de las parejas como prueba de su fidelidad.
De hecho, cada vez resulta más preocupante el uso de la tecnología como mecanismo de control: la monitorización de la actividad y de los contactos en las redes sociales, el ciberacoso, la difusión de rumores, control de la actividad on line -por ejemplo dejar “en leído” y no contestar al instante un WhatsApp, etc.
¿Qué consecuencias puede tener el control entre las parejas? ¿Acaso podemos limitar la acción del otro desde nuestro deseo de encerrar su vida en nuestros esquemas? ¿Actuará el otro igual sabiéndose vigilado? Nuestros adolescentes siguen considerando el control como sinónimo de amor y de preocupación por el otro, algo que se convierte en una tentación agravada por la facilidad con que se nos brinda -diluyendo sus efectos-a través de la tecnología.
Lo realmente grave es que la lógica de la confianza, fundamental en toda relación sana, en todo matrimonio, es suplantada por la lógica de la sospecha. La lógica sacramental por la lógica contractual. El otro no puede ser visto ni recibido como don, porque ya está bajo la sospecha de que puede fallar, hacernos daño, así que mejor protegernos expulsando el drama humano del sufrimiento. Ante la prueba, la condena y el cálculo.
De esta manera, todo intento de control convierte al “controlado” en culpable o sospechoso de serlo. ¿Quién querrá casarse con alguien a quien mira con recelo y no como regalo y promesa de una vida grande? ¿Cómo es posible que la promesa de amor y fidelidad hecha ante Dios se someta a prueba, una especie de detector de mentiras que nos hará saber si nuestro cónyuge está mintiendo -porque lo que está claro es que ya antes le hemos negado nuestra confianza? ¿Puede la confianza ser un valor a custodiar si la sometemos a prueba? ¿No será que en el fondo algo -o todo-se ha roto de verdad?
Aceptar la libertad de la persona amada
Lo cierto es que no nos casamos ”hasta que el otro nos engañe”, y entonces el matrimonio se rompe. Si nos casamos pensando que nuestro cónyuge no puede engañarnos eso sí que sería engañarnos. Quizás la promesa de amor que hacemos al casarnos signifique aceptar la libertad del otro aunque ello produzca sufrimiento, porque apostamos -lo prometimos- respetar su libertad, aun cuando pueda infligir el mayor de los daños. No hay daño más grande que el que uno se causa a sí mismo por usar mal su libertad.
El amor es un juicio, no solo un sentimiento. Un juicio que implica reconocer que el otro puede elegir el mal, romper la confianza dada, que puede destruirlo todo. A posteriori es más fácil enfrentarse a estas situaciones que el propio Derecho contempla para restaurar el daño hecho, el problema es cuando nos creemos que podemos establecer el castigo o la supuesta justicia a priori, o evitar nosotros el mal que quieran causarnos. Si el derecho es la protección del otro frente a nuestras posibles deserciones, ¿podemos defendernos a priori del sufrimiento que el mal uso de su libertad pueda causar?
Mentirse a uno mismo
Por otra parte, ¿de verdad creemos que una prueba de fidelidad basada en el control o en el espionaje va a eliminar el mal del corazón humano, si es que anida en él? Uno puede espiar si quiere, también puede mentir si quiere, ser infiel si lo desea sin sustraerse a las consecuencias que dicha traición “libre” tendrá en la vida de los que le dieron su confianza, podrá incluso esconder la verdad a todo el mundo, pero lo que no puede hacer es mentirse a sí mismo ni a Dios.
Existe la libertad, pero también la conciencia y el perdón. La vida es una aventura que tiene que ver con el “Sí quiero” de cada día. Nada nos previene de, ni nos impide, dar nuestro “Sí”. Nunca es un sí al mal, sino a pesar del mal. Un sí que denuncia el mal sin abrirle la puerta de su corazón odiando al malvado. Es un acto de amor, que tiene la potencia de vencer al mal sin dejarse confundir por él, pues la elección entre el bien y el mal es el combate que libra nuestro corazón, que como bien dijo Dostoievski, es un campo de batalla entre Dios y el diablo.
En definitiva, se trata de un camino de crecimiento en libertad y en confianza. Somos conscientes de que el otro es un Misterio que no va a colmar nuestra felicidad y que participa también como nosotros y con nosotros del Misterio Redentor. Podrá romperse la confianza, pero dicho viaje hacia la plenitud de la cual el otro es signo, está preñado de la esperanza en que Aquel que hace nuevas todas las cosas conozca nuestro corazón. Un corazón que nadie, ni el más leal o desleal de los esposos, está autorizado a robar, juzgar, rastrear o domeñar. Solo Dios conoce la profundidad de nuestro corazón y solo él lo custodia constantemente, porque su Amor infinito nunca nos abandona, único amor que nunca falla, único amor que nunca, nunca, podrá romperse.
El matrimonio necesita de la fe y de la esperanza, no solo del amor. Y la fe en el esposo o la esposa, la confianza, no puede exigirse, no puede ubicarse en ningún anillo tecnológico ni en google maps. La confianza es fruto de una libertad que se da, día a día, para que el otro encuentre junto a nosotros -o dramáticamente sin nosotros-, el camino que le lleve a la salvación. La fe puede ser frágil, pero la esperanza, esa niñita pequeña de nada, como decía Péguy, atravesará los mundos llevando consigo a las otras dos hermanas mayores (la fe y el amor), ella será la que haga andar a las otras dos y la que hace andar al mundo entero.
Ni Apple, ni Google, ni los IRing del futuro ni la tecnología más avanzada pueden hacernos más vulnerables, pero tampoco más fuertes en esta certeza: que el Amor es la única promesa preñada de Esperanza, fuente viva para todos los hombres hasta el fin del mundo.