En el artículo publicado hace un tiempo en Aleteia, puse el acento en el trasfondo de vacío que alimenta nuestras políticas educativas. El destierro de la tradición y de la fe ha sido sustituido por la fe secular en otros dioses: el progreso, la ciencia, el dinero o el moralismo.
En esta línea, algunos autores se han atrevido a anunciar el fin de la cristiandad, pero no del Cristianismo, como hace la filósofa francesa Chantal Delson, católica y conservadora-liberal, en su reciente libro El fin de la Cristiandad.
Algo así puede entenderse como uno de los corolarios que el avance del racionalismo moderno y su aceptación por el Estado trajo a la vida de la Iglesia y de la fe cristiana.
¿Valores universales?
Es fácil imaginar que el cristianismo se convirtiera en una ética que racionalizara el Misterio de toda la creación. El lenguaje cristiano permaneció en forma de “valores universales”, - aunque banalizados y vaciados de su significado originario-, asumidos por los incipientes estados modernos. Estos debían dar una respuesta a las pasiones humanas en aras de la seguridad y el desarrollo económico.
La bondad se tradujo en humanitarismo o altruismo, la libertad en autonomía, el amor al otro en solidaridad o tolerancia, el cuidado a lo creado en ecologismo, la esperanza en optimismo, incluso la fe se transformó en creencia o en interioridad subjetiva.
Todos ellos valores nacidos a la luz de la metamorfosis del cristianismo en una moral (cuando no en una ideología) tan conveniente en el momento de transición a la vida secular que la Modernidad necesitaba.
Tampoco la Iglesia se resistió demasiado a esta prelest (seducción) de la razón. El dualismo moderno ya había entrado en ella a través de la separación entre el fin natural y el fin sobrenatural del hombre.
El hombre puede alcanzar la felicidad natural y la sobrenatural
El primero es la felicidad “natural”, algo que cae bajo el poder de la razón y del comportamiento humano - para lo que tenemos la ciencia, la técnica y el estado del bienestar-.
Por el contrario, la felicidad sobrenatural que consiste en la visión de Dios requiere de un “triple salto mortal” que sitúa a algunos hombres en “el piso de arriba”, un fin al que también se puede llegar por las obras: la oración y los sacramentos.
En el fondo, el hombre a través de su comportamiento y por el poder de la razón, puede alcanzar tanto la felicidad natural como la sobrenatural (sobre ello, el lúcido artículo de Mons. Javier Martínez, “Prefacio” a Guillermo Rovirosa, el primer santo: Dimas el ladrón. La virtud de escuchar, Nuevo Inicio, Granada, 2021, que salió a la venta hace unas semanas.).
Este dualismo es el que ha hecho de Dios algo que se sitúa fuera del mapa de lo humano, pues ya sabemos los hombres ingeniárnoslas para merecer por nosotros mismos hasta la santidad, transformada en “ser un buen cristiano”. La ética por encima del Misterio que da sentido a un ser que no se basta a sí mismo para serlo.
¿Ha desaparecido Dios de nuestra vida?
Por ello podemos permitirnos la licencia de afirmar que la Cristiandad ha llegado a su fin ahora que el caldo de cultivo de una ética sin Dios es, cada vez más, el vacío nihilista, el escepticismo sobre la vida “buena, bella y verdadera” y el relativismo que lo concreta, visto que las fuerzas del hombre fallan en conseguir ambos fines, como fallan también -más todavía- los instrumentos para alcanzarlos.
Lo que ha desaparecido es la trascendencia y el misterio de la vida humana (o “la vida como misterio”, como de nuevo afirma Mons. Martínez, op. cit.).
Primero hicimos desaparecer a Dios desde el ilusionismo de la razón. Pero ante el fracaso del proyecto ilustrado, lo que desaparece ahora es el hombre, que sigue gritando en medio de un océano, pero agotado en una búsqueda cuya meta no acierta a vislumbrar. Quizás porque el mensaje cristiano, reducido a moral, pesa sobre él como una losa que no responde a su necesidad vital de sentirse amado infinitamente.
Cuando educamos en “valores cristianos”, hacemos más alarmante todavía esta situación. Ni siquiera estos pueden prevalecer, precisamente porque defendemos una visión racional y ética sin Dios y queremos decir que dicha visión, en pugna con otras visiones, tiene la potencia de imponerse por sí misma, o lo que es lo mismo, por nosotros, que hemos extirpado de nuestro ser su fuente original.
Solo una educación que parta de Cristo, a través del afecto y del acompañamiento directo, puede comenzar de cero una y otra vez. Para ello, es necesario alimentar el corazón del hombre, que sigue sediento, hambriento de verdad, bien y belleza.
¿Cómo hacerlo? Desde el único centro al que todo apunta y que hace de la tradición cristiana una tradición viva, no una cárcel ni una pieza de museo que se contempla solo como historia muerta. La fe no es algo que se aprende, el cristianismo no es algo que uno se pueda saber sin más. Limitar la religión a una asignatura, que pide a los alumnos “conocer” el Catecismo, o aprender a debatir cuestiones como las del aborto, la eutanasia o el matrimonio homosexual, hace de él una caricatura, una “disciplina maría” como dicen la mayoría de los estudiantes, que tienen que aprobar sin más y que todo el mundo aprueba.
Una vez “aprobada”, ya no interesa
Lo que nos hace falta es conectar con la experiencia que vive el joven de nuestro tiempo, una experiencia de orfandad existencial, de fractura entre su deseo de felicidad, de justicia, de verdad, de bien y lo que encuentra como respuestas. Como afirma el profesor Borguesi, “Lo que le falta al catolicismo de hoy, incluso y sobre todo al comprometido, es la categoría de "encuentro". Una categoría que cruza y supera la distinción entre derecha e izquierda y que te permite ir directamente al corazón humano.”.
El Papa Francisco insiste en que “la teología no puede ser abstracta -si fuera abstracta-, sería ideología-, porque nace de un conocimiento existencial, nace del encuentro con el Verbo hecho carne!. La teología está entonces llamada a comunicar la concreción del amor de Dios. Y la ternura es un buen ‘existencial concreto’, para traducir en nuestro tiempo el afecto que el Señor nos tiene .” (Discurso a los participantes en el Congreso nacional del Centro familiar “Casa de la ternura”, 13 de septiembre de 2018).
Es cierto que nuestra educación se encuentra en un impasse, porque como dijo Benedicto XVI en el discurso que pronunció en 2007 en la basílica de San Juan de Letrán, por un lado se transmiten determinadas habilidades o capacidades de hacer, mientras por otro se busca satisfacer el anhelo de vida y el deseo de felicidad de los jóvenes a través de los objetos de consumo.
La tarea es despertar el yo
Los jóvenes necesitan un adulto que tenga un afecto por su vida, que se dirija al punto en que están no para convencerles, sino para despertar en ellos la pasión por la totalidad de lo real que se descubre en la compañía.
Para educar necesitamos una tribu. Necesitamos hombres verdaderos que con su ternura y afecto puedan “preparar” a un hombre nuevo capaz de mirar la realidad desde una positividad última.
Solo alimentando la pasión por el Todo, y ciertos en el Amor primero, se abre un camino que es toda una aventura que fomenta el despertar del yo de la apatía y del vacío.
Cuando encontramos a alguien capaz de atraer el corazón, desafiar la razón y poner en movimiento la libertad, sentimos que es como una madre con quien de la mano podemos entrar en un cuarto oscuro sin tener ningún miedo. Yo he encontrado muchas “madres” en el buen sentido. Algunos desde la distancia son ángeles en medio de la oscuridad; otros, verdaderos “padres” con autoridad (que significa “hacer crecer”).
Todos, amigos verdaderos que han compartido mi pasión por el todo y me acompañan, desde mi nada, en el camino hacia el destino, abrazado una y otra vez. Con ellos y por ellos, siempre de la mano, la vida es un regalo con un sabor y unas tonalidades cada vez más intensas y maravillosas.