En el artículo anterior, veíamos circunstancias que se dan en este momento concreto y provocan en muchas personas dificultades para amar: el individualismo, la consideración de la libertad como valor absoluto, no decidirse a iniciar una relación con una persona para no cerrarse a otras opciones, las propias heridas -grandes o pequeñas-. Lo puedes leer aquí:
Hoy quiero fijarme en otras circunstancias que también influyen en nuestra capacidad de amar:
El emotivismo
Vivimos en una sociedad emocional, en la que se nos invita a buscar en todo momento lo que nos provoque un “subidón”; y a obtener una gratificación instantánea (muy influidos por los medios técnicos que nos permiten esta inmediatez: si veo algo y lo quiero, lo tengo). Y en el que el criterio que determina si algo es bueno es lo tú que sientas: si te hace sentir bien, entonces es bueno.
Estamos tan imbuidos de emotivismo que, incluso las experiencias religiosas que están acercando a Dios a tantas personas, tienen un gran componente emocional. Y es que, para poder entrar en diálogo con el hombre emocional, hay que hablar ese mismo lenguaje.
Sin embargo, vivir así nos perjudica. Para empezar, hacemos depender el criterio de lo bueno y lo valioso de sensaciones. Y no prestamos la atención debida a los sentimientos, cuando la madurez se alcanza precisamente al “escuchar” lo que nos dicen las emociones, para reconocerlas, ponerles nombre y ordenarlas para que no nos dominen.
La madurez es conceder a lo emotivo su justa importancia: ni “pasar” de los sentimientos, ni basar nuestra conducta y elecciones sólo en emociones sin contar con la razón y la voluntad.
La búsqueda del placer a toda costa
La búsqueda del placer como meta principal o exclusiva también distorsiona nuestra capacidad de amar. Por ejemplo, se da en quienes consideran que en una relación sexual lo fundamental es obtener placer y utilizan a los demás para llegar a esa gratificación.
Pero no sólo: también podemos poner el placer como el valor superior de forma menos consciente, cuando nos encerramos en nosotros mismos y sólo nos abrimos a lo que nos resulta placentero en cada momento. O no queremos compartir con otras personas tiempo, actividades… porque las disfrutamos más en solitario, regodeándonos en el placer que nos suponen.
Entender el amor principalmente como renuncia y sufrimiento
Mucha gente buena se pregunta si está preparada para querer a otra persona, considerando que supone una renuncia a sí mismo difícil de vivir. Darle muchas vueltas a esta idea me parece contraproducente: porque, sin darnos cuenta, nos fijamos sobre todo en nosotros mismos, cuando lo mejor para amar es abrirse a otros.
Por otro lado, el amor no es tanto renuncia cuanto afirmación del bien que es el otro; claro que amar a una persona conlleva renuncia al propio egoísmo, pero no es lo principal en el amor. Sucede igual en la vida espiritual: amar a Cristo no se resume en renunciar a las propias apetencias; es, principalmente, encontrarse con una Persona que te ama y merece todo tu amor. Y, sí, como consecuencia procuras vivir agradándole y eso supone hacer cambios en tu vida. Pero, insisto, no se vive principalmente como renuncia sino como la ganancia de haber encontrado el amor.
Y, ahora que hemos visto las dificultades, ¿qué hacemos para abrirnos a amar mejor? En el amor, la mejor forma de aprender es la práctica; a amar se aprende amando. A cada uno conforme a la relación que tenemos con esa persona. Pero podemos aprender de Dios que, como dice el salmo 144,
“Es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas”.
Es una muy buena forma de aprender a querer: procurar ser bueno, amable, cariñoso. Porque así, “donde no hay amor, pon amor y sacarás amor” (San Juan de la Cruz) de ti mismo y de los demás.
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