Cuando en la vida me ha tocado transitar por etapas dolorosas y difíciles, he podido notar que son precisamente los periodos de mayor enseñanza y crecimiento espiritual. No se comparan a ningún otro, ¿lo has notado?
Uno empieza a tener reflexiones profundas, como el pobre Job, que delibera consigo mismo, con el amigo y con Dios buscando poder entender una y otra vez cuál es el mal en uno, en el mundo y en los hombres, cuál la miseria que cargamos y la fragilidad.
Y atraes hacia ti un mundo de reflexiones que te ayudan a poner en orden el desorden que en ese momento traes en el corazón y en la vida.
Veo que el sufrimiento es un camino necesario que se abre delante tuyo y que toca transitarlo, es una lección obligada que hay que tomar.
La cruz producirá fruto
En mi caso, veo la cruz, y quiero esquivarla, quitarme del camino, ¡incluso para levantarla necesito lecciones! me resisto.
Pero ahí empiezo a pensar en Jesús, que se me pone a lado, en silencio, esperándome.
Y entonces tras mucho pensarlo, me decido, pidiéndole que mientras dure, no se aparte de mi lado, que la levanto, pero que la llevemos juntos. Y se lo repito:
No te apartes de mi lado
En este tiempo, he aprendido que la cruz es mi pequeña herida, y que debo amarla, porque es un instrumento que va a producir fruto.
Aceptar y abrazar la herida
Recuerdo la escena de una película en la que Cristo esperando la cruz, el instrumento de su suplicio, se abalanza en un abrazo hacia ella.
Pienso si sería porque entendía que era a través de ella que el hombre recuperaría la belleza perdida por el pecado.
Cuánto me cuesta imitarlo... Porque sigo dudando incluso en medio del camino si soltarla y volver atrás.
Y quiero cerrar los ojos y recordar nuevamente que es mi pequeña herida, que me acerca a Cristo, que es quien me ha mostrado el camino. Que me configura con Él, que nos hace también uno de alguna manera.
No termino de entenderla, ¡pero cuánto recibo de ella!
¿Por qué el sufrimiento?
Pienso que si las cruces llegan es por pura misericordia divina. De un buen padre, que quiere recuperarnos, formarnos, a veces podarnos para que demos más fruto, y duele porque tiene que doler.
En ocasiones es para fortalecer nuestro espíritu, porque llegarán momentos en que las cruces serán más pesadas y debemos tener algún entrenamiento para poder levantarlas.
Dios en su infinita misericordia, nos da estas pequeñas dosis, que son un entrenamiento arduo, duro, doloroso, y tedioso.
Pienso que hay ocasiones en las que Dios me ha dado una cruz respondiendo a una oración, en la que pedía me enseñara sobre la humildad o la paciencia.
O cuando le pedía que me instruyera sobre el amor a Dios y a mi prójimo. Quizás cuando le pedía que me hablara sobre la entrega y el abandono en Dios.
O que me enseñara sobre cómo ofrecerle mi todo, incluso lo que no me atrevía a darle porque hay cosas que aún no me atrevo a soltar… ¡Yo misma estaba preparando ese camino! Él eligiendo las oportunidades para darme la lección.
Ese es el amor de un maestro y también de un Padre que nos ayuda a beber de las fuentes más profundas de la fe.
Luz en la oscuridad
En estos momentos, ¡cuánto agradezco nuestra fe!, porque yo necesito algo a que aferrarme.
A mí no me sirven los discursos bonitos, yo necesito un abrazo. Yo necesito de cosas tangibles que me ayuden mientras camino en la oscuridad, iluminada por la luz tenue de mi frágil fe.
Necesito ver que Dios va delante, detrás, y que está penetrando mi corazón. Yo necesito de una promesa y de un alimento que me fortalezca. De una mano que me lleve y de una mirada que no se aparte, mientras la cruz me pesa en la carne y en el corazón y amenaza con hacerme caer.
Y ahí tengo la gloria de la luz, de la promesa de Dios que estará conmigo siempre.
Dios conmigo
A Él puedo acudir en oración, en el Santísimo, en la bendita Eucaristía ¡que es Él mismo!
Es Su carne, es Su sangre, es Su alma y es Su divinidad, ¡Es Cristo vivo! que además viene a mí y me alimenta a diario, me fortalece e ilumina.
Ahí tengo a mi madre María, que viene en mi auxilio, extendiéndome la mano para tomar la mía.
Y deposita en ella su santísimo Rosario, donde tengo tantas cuentas como quiero para pedir por mis necesidades ¡y por las necesidades del mundo entero!
Tengo a mi madre y ella no falla, y junto a ella a mi padre espiritual, san José, un nuevo camino de quien he aprendido mucho…
Ahí tengo ese santuario infaltable: el silencio, para cerrar la puerta y ponerme delante de Dios, en la intimidad de mi vida, para dirigirme a Él y decirle en mi dolor: “Padre”.
Confía, recibe
Y la esperanza en mi corazón, se inflama, y me da la certeza de que todo será renovado.
Porque Él promete darme la sabiduría y los dones de su Espíritu, que habita en mí. Porque promete que todo lo que pidamos, con fe en oración, será ya nuestro antes de ponerlo en palabras.
Y confío que mientras cargue esa cruz, Él se ocupará de todo, de ordenar mi desorden y de abrir nuevos y más bellos caminos.
Porque finalmente la vida es un camino, no el fin en sí. Es un camino donde encontraremos montañas elevadas y desiertos, pero también alcanzaremos los valles y las aguas tranquilas.
Cuanta calma es capaz de encontrar uno en el amor que recibimos de Dios incluso en medio de las tormentas...
Es vivir precisamente la tormenta, abrazada al corazón de Dios, porque Dios, en estos momentos, mientras aprendemos la lección, va vertiendo Su amor en esta pequeña y bendita herida que llevamos abierta.
Mi humilde consejo es que recuerdes que la lección terminará y que la herida sanará. Abrázate a ella, mientras la lección dure y cuánto más recibirás.