Más de alguna vez, en mi trabajo de mediación entre matrimonios que se separan, he escuchado esta dolorosa frase. En otras, el encono en las posturas aun sin mediar palabras, lo expresa la amarga acritud de los desplantes.
Así he sido testigo de discusiones sobre los bienes, la tutela de los hijos o la pensión alimenticia, en las que, en realidad, lo que más importa, es que el otro se sienta despreciado y herido en lo más profundo de su ser.
Y la terapia del ser, en tales circunstancias, es la más difícil de aceptar y asumir, pues quienes no han sabido amar, no reconocen que el mayor daño se lo hacen a sí mismos.
¿Como explicarles que el odio que los desborda procede más que nada de la frustración de su ser?
Que no proviene de la otra parte en conflicto, aunque así lo parezca. Cuando simplemente piensan que, superando la experiencia del fracaso, tendrán otra oportunidad… con otra persona.
Lo cierto, es que el corazón del hombre está hecho para amar a su conyugue considerándolo un bien en sí mismo, poniendo voluntad en la voluntad de amarla. Un bien que alcanza más y mejor a través de la multiplicación de actos libres y responsables.
Y en el hombre, lo libre, es más valioso que lo necesario.
Es así, que aun con hambre, decidimos ceder nuestro único trozo de pan al hambriento, pasando sobre nuestra necesidad. En casos así, nuestro cuerpo puede pasar hambre, pero nuestro espíritu se robustece.
Y el amor personal es libre, por lo que por la abnegación que brota de su fuente, nuestro espíritu igualmente se robustece.
Libre es la entera donación pasando por encima de nuestros personales inclinaciones, gustos y aspiraciones; libre es el olvido de nosotros mismos para hacer más amable la convivencia; libre es la aceptación del sufrimiento que conlleva el amar, y para volver a empezar las veces que sea necesario.
Por la voluntad de amar la libertad se crece.
Sin embargo, por grave error, las personas ponen en juego la voluntad en sentido contrario, al amar únicamente las cosas, y por tanto solo la satisfacción que en ellas encuentra. O cuando creen amar a una persona, solo porque obtiene de ella un beneficio, y en realidad solo aman el beneficio que en ellas buscan.
¿Por qué entonces el amor, es la vocación por excelencia de la persona humana?
La explicación es, que, quienes reconocen el valor absoluto de la persona amada, se ven a sí mismos en función de su bien, y se alegran cuando esta crece y desarrolla aumentando su valía personal. Por eso, uno de los fines y bienes del matrimonio, es la ayuda mutua, por la que uno más uno, suma más que dos. Significa que, es a través de los actos de servicio en la promoción del otro, que quien ama resulta favorecido en el despliegue de sus riquezas personales.
Quien sabe amar tiene dominio de sí mismo, y es dueño de su propia historia amorosa.
Es así, porque el compromiso que lleva al amor, da ese brillo y esas fuerzas que brotan al liberar y acrecentar la inteligencia y voluntad, para ser la mejor versión del don de sí mismo, para el amado.
Es desde esta perspectiva, que se entiende la frustración y el rencor de quienes en el proceso de separación, son capaces de cambiar el amor en odio, perdiendo el control de sus más íntimas emociones.
En Aleteia te orientamos gratuitamente, escríbenos a: consultorio@aleteia.org