Tomás es el apóstol de la fe. Porque la suya es una fe como la mía. Frágil, herida, torpe. Me representa porque yo camino por la vida como él, a tientas. Y sin darme cuenta hablo por mi herida, como él:
Él también tendría miedo esa noche del jueves. Y luego lloraría amargamente el viernes. El sábado no esperaba ningún milagro, todo estaba perdido.
Como el resto de los discípulos buscó en el cenáculo la protección, el cuidado de los suyos. La cercanía de María y el amor de los hermanos.
¿Por qué Tomás no estaba?
Pero justo en ese momento en el que entró Jesús en la casa Tomás había salido. ¿Fue mala suerte?
Puede ser, pero sin esa experiencia tan honda la vida de Tomás no hubiera sido la misma. Tomás no estaba y eso marcó su vida para siempre.
Hay momentos en la vida en los que no estoy donde quisiera estar. O me pierdo momentos de cielo con los míos, con aquellos a los que quiero. O son momentos en los que siento que no soy tan querido, tan amado, tan importante.
Ese día de soledad en la vida de Tomás sufrió la angustia de sentirse solo. Era el único que no había estado.
¿Por qué creerlos a ellos? ¿Acaso no le amaba Jesús a él como para esperar el momento de venir cuando él estuviera presente?
La herida de la soledad
Cuesta entender cómo es el corazón humano. Está herido. Nazco herido y lloro al ver la luz y sentirme solo y lejos del útero materno, sin protección.
Y toda mi vida va a ser una búsqueda del hogar perdido. Trataré de mil maneras de volver a ese útero que me hacía sentirme amado en todo momento.
Y hasta que llegue al cielo no volveré a tener esa certeza, esa seguridad de ser amado.
En ocasiones mendigaré amor, y pareceré un desesperado. En otros momentos no valoraré el amor recibido, querré otros amores que no llegan.
A veces me compararé con los que son más amados que yo, por algunos, por todos. Y sentiré que soy un hijo abandonado, roto en medio de la soledad de la vida.
Me faltará el abrazo que sentí un día en el seno de mi madre. Y buscaré de forma enfermiza abrazos que intenten cubrir el frío de mi soledad.
Exigir pruebas del amor
Así es la búsqueda del corazón humano. Una lucha sin cuartel por sanar una herida que duele, que está fría y me lleva al llanto.
Compararme me hace daño, pero lo hago. Miro a otros y deseo lo que tienen, aunque sé que si yo lo tuviera me seguiría faltando algo.
Pero lucho, contra mí mismo, contra el mundo. Y pido pruebas imposibles de amor como hace Tomás.
Si Jesús me quiere realmente que venga a dejarme tocar su herida. Nadie lo ha podido hacer, pero él lo pide. Lo exige, casi como una advertencia, como una amenaza.
La pena de Tomás
¿Qué pasa si no viene Jesús? Nada, en realidad. Será uno más de los que se perdieron en esa Semana Santa. De los que dudaron y nunca encontraron la fuerza para volver a creer.
Tomás podía haberse perdido por su dureza, por su obsesión, por su herida, por sus lágrimas.
Le faltó humildad, es cierto, pero es muy difícil ser humilde cuando estoy herido. La herida me vuelve exigente, crítico, ácido, amargo. Hace que nada sea suficiente.
¡Qué bonito hubiera sido que Tomás dijera: ¡Qué bien, qué alegría, está vivo! Hubiera sido bello ese acto humilde del único que no estuvo el día en el que Jesús entró en su casa y les dio su paz:
Jesús dio su paz pero él no estaba
Entró y les dio la paz hasta en tres ocasiones. El corazón de los que estaban se llenó de alegría.
Y cuando llegó Tomás se lo contaron todo con pasión. Estaban tan agradecidos a ese Dios que había resucitado a Jesús y les había dado unos días más de su presencia, de su amor, de su paz, de su alegría.
Ya no tenían miedo. ¿Cómo podrían dudar a partir de ese momento? Ya no podrían dudar. Eran apóstoles enamorados. Darían testimonio de Él por todas partes.
Pero Tomás no estuvo. ¿Cómo se puede contagiar la alegría al que no ha vivido lo mismo? Es difícil.
No sentirse amado
Tomás no se sintió amado ese día. No fue mirado por Jesús porque no estaba. No fue perdonado por Él por su miedo, por su huida.
No se sintió especial al ver que Jesús no vino a decirle que lo amaba. La herida de desamor en su vida se abrió de golpe.
Ahora entendía que quizás no era tan importante su papel. Y por eso lanzó esa amenaza.
No sabía qué pasaría si lo que pedía no se cumplía. Pero al menos no cedió, no quiso ceder y esperó. Con rabia, con mucha pena.
Con lágrimas vivió esos ocho días en soledad. Con miedo en el alma. Quizás nunca más lo vería. Nunca se sabría realmente amado.
Ese dolor le acompañaría cada día. Muchos días. Esa soledad yo también la tengo cuando les pido a los demás que me muestren que me quieren. O cuando se lo pido a Dios.
La misericordia de Dios siempre busca
Tomás vivió algo muy grande. Jesús es ese Dios misericordia que se adapta a mis deseos para decirme cuánto me ama. Así lo hizo con Tomás:
Jesús volvió sólo por amor a Tomás. ¿Tanto lo amaba? Me sorprende esa predilección. La misma que tuvo con esos dos discípulos que regresaban a Emaús.
No quiso perderlos. Fue a buscarlos cuando regresaban tristes a Emaús. Se detuvo a su lado, caminó con ellos. Les habló con alegría del futuro. Les dio esperanza y partió el pan con ellos.
Y así volvió a atraerlos a su corazón herido. Regresaron a casa. Siempre me impresiona. Me conmueve ese amor que no tiene medida y se lanza al camino a buscar al perdido. La oveja perdida que no sabe llegar a casa.
Jesús aceptó el juego
Igual que Tomás quien estaba perdido. Su orgullo era muy fuerte. Y su herida de desamor muy profunda. No se sentía querido.
Pero Jesús tuvo misericordia de este Tomás lleno de orgullo y exigencias. Aceptó su desafío, su juego imposible y a los ocho días volvió.
Y no sólo le dijo que le amaba, que estaba ahí por él. Hizo mucho más, se dejó tocar por su mano.
Tomás tuvo que aguardar ocho días lleno de angustia y soledad. Su orgullo herido. Esperó dudando. Seguro de la imposibilidad de lo pedido. No creía tanto en la misericordia.
Todo cambió para Tomás
Pero ese día todo cambió para Tomás. Su mano se hundió en la herida abierta de Jesús y tocó el cielo.
Tocó todo el dolor de Dios concentrado en esos clavos, en esa lanza que unas manos clavaron. Sufrió con Jesús su mismo dolor. Tuvo su mismo miedo y angustia.
Y al mismo tiempo tocó todo su amor. Tocó el cielo a través de las nubes de las desesperanzas.
Creyó de golpe en todo aquello de lo que antes dudaba. ¡Cuánto lo quería Jesús, cuánto lo amaba y él no había sabido verlo!
Lágrimas de alegría y lágrimas de arrepentimiento. Lo siento, Jesús, dudé, le diría entre lágrimas.
Dudas...
Había dudado porque era normal dudar. Igual que son humanos el pecado y la debilidad.
Tomás fue débil, fue hombre, fue niño herido. Como yo cada mañana cuando me levanto con dudas y pienso que Dios ya no me quiere tanto, porque no soy perfecto, porque peco y me alejo, porque no cuido lo importante.
Porque descuido ese amor que puso un día en mi corazón para recordarme que soy suyo, que le pertenezco.
Tomás no creyó tanto en ese amor imposible que no tiene límites. No creyó en esa humanidad rota que había tocado ya el cielo. Pensó que era imposible la resurrección.
Tal vez él había soñado otro camino para Jesús, para él mismo y sus hermanos. Pero la losa del sepulcro había sellado todos los sueños y los había matado. Como si todo hubiera muerto con su muerte.
Felices los que tengan fe
Pero Jesús le dice a Tomás que nunca tiene que dudar. Que serán felices los que crean sin haber visto. Que el que ve ya no necesita creer porque está tocando la realidad.
No dudo en la mesa que toco. No dejo de creer en el abrazo que recibo. Dudo cuando no veo, cuando no toco, cuando no huelo.
Y entonces sólo tengo la fe en el alma como una muralla protectora, como un pilar sobre el que mi vida se cimenta.
Una fe honda basada en una esperanza que Jesús ha sembrado en mi corazón.
Si creo, ocurrirán cosas maravillosas en mi vida. Si creo en el poder imposible de Dios, veré el cielo en la tierra.
Si creo en su misericordia, podré regalar una misericordia que no es la mía.
Si creo en su presencia oculta entre los hombres, lo acabaré viendo cada vez que toque el amor humano. Detrás de cada rostro. En muchas de las palabras que escucho, que me dicen.
Amor inmerecido
Si Tomás hubiera creído en sus hermanos hubiera sido diferente su camino. Pero él dudó, y su duda nos valió a todos este evangelio que me ayuda a entender cómo es el amor misericordioso de Dios.
Ese amor que se abaja a la altura de mis ojos y cumple mis más torpes exigencias. Respeta mis deseos, se agacha a levantarme cada vez que he caído.
Tomás no se merecía que Jesús regresara por él. No se merecía el amor porque lo exigía, lo demandaba gritando, lo lanzaba como una piedra contra sus hermanos.
Tomás no se merecía el perdón. Jesús no vuelve porque Tomás se lo merezca. Es todo lo contrario. Por eso me conmueve tanto esta escena.
Y pienso que mientras no la comprenda seguiré juntando méritos para Dios. Seguiré haciendo las cosas bien, o al menos intentándolo, para agradar a Dios, no simplemente por el gusto de amar y hacerlo todo bien.
Esperaré un abrazo como pago por la obra realizada. Esperaré una sonrisa cada vez que me exija y logre muchas cosas en mi vida.
Sentiré que si no hago las cosas perfectas Jesús no se dignará mirarme a los ojos, no me amará, no saldrá a buscarme en medio de mis pasos perdidos.
Mientras no crea en la misericordia no tendré paz en el corazón. Pero cuando logre que ese amor imposible me toque y limpie mi mirada, será todo mejor, más limpio, más puro, más claro.
Entonces comprenderé que la vida consiste en amar, no en juntar méritos. Sabré que cuando peque y me aleje, sé que ocurrirá, Él volverá a mí a decirme que me ama con locura.