Llevamos a Dogo al veterinario y nos dijo que era hora de dormirlo, que ya estaba muy viejo, que sufría y solo daría molestias.
—¡Jamás lo haré, y lo cuidaré por siempre! —exclamó mi hijo de ocho años, con gran determinación acerca de nuestra mascota.
Lo cierto era que todos queríamos a Dogo, que desde cachorro y durante su plenitud nos proporcionó placentera compañía, pues era gracioso y juguetón. Además de ello, prestó siempre un valioso servicio como celoso guardián de nuestro hogar.
Ahora, casi ciego, sin algunos dientes y muy escasas energías, pasaba mucho tiempo echado, por lo que presentaba dolorosas laceraciones a causa de ello. Amén de contar con otros y diversos achaques.
—Pero, hijo… —traté de argumentar, coincidiendo con lo dicho por el veterinario.
—¡Papá, para mí siempre será bueno que Dogo exista, y él me necesita! —me atajó con vehemencia.
Un chispazo de luz en mi conciencia, y comprendí.
Amar implica cuidar
Mi hijo estaba aprendiendo a amar con la más noble voluntad de que es capaz una persona, al decir: “qué bueno que existas” aun cuando ya no me proporciones placer o utilidad.
Mas aún, en la determinación de su actitud, se podía interpretar: “En tus limitaciones, no solo no me ocasionas molestias, sino que por ti puedo seguir saliendo de mí hacia tu bondad, y eso me hace crecer y ser feliz. También sé que mi amor te hace feliz, y es lo único que necesitas para seguir viviendo”.
Eres mío y yo soy tuyo.
Y con mucho cariño se esmeró en atenderlo para que estuviera lo más cómodo posible, sin sentirse nunca solo. En un misterio de amor, Dogo, haciendo un esfuerzo, movía la cola y le devolvía su amor a lametones, hasta que una mañana ya no despertó.
Por su mascota, mi hijo había vivido una sublime lección que luego habrá de vivir en su relación con las personas, sobre todo con quién habrá de elegir para compañera de su vida: la verdad del amor auténticamente personal.
Una capacidad que forma parte de nuestro ser, por la que las personas podemos amar, más allá del placer o la utilidad que nos pueda proporcionar la existencia del amado. Una capacidad que trasciende nuestros solos sentidos, para captar en la otra persona su más profundo valor, su más profunda verdad, por la que merece ser amada en sí misma, y por sí misma.
Una verdad que se puede expresar desde nuestro interior con palabras como: no te quiero porque me procuras placer al disponer de ti, para mí; no te quiero, porque para mí es útil que existas; no te quiero porque me sea necesario que existas para satisfacer mis carencias.
Te quiero solo por ser quién eres, y … “qué bueno que existas en ti, y por ti misma, y me entrego a ayudarte a llevar a la plenitud lo mejor de ti misma”
Por ello, te amaré en la plenitud de tu atractivo y capacidades. O, cuando en el ocaso de su existencia, te encuentres desprovisto de todo, en los límites de la vejez o la enfermedad. Desprovisto de todo, menos de la capacidad de dar y recibir amor cuando más lo necesites.
Tan profunda es esta necesidad de amar y ser amados, que muchos enfermos y ancianos languidecen ante la falta de amor, por lo que declinan y se van antes de su hora, cuando podían haber vivido más tiempo, hasta llegar a ser como el cabo de una vela encendida que se agota dando luz.
Un amor, por ser personal, cuenta siempre con la fuerza del espíritu para amar de esa forma profunda y auténtica, por la que la realidad amada es percibida y querida, en su medida de ser y de verdad.
Por Orfa Astorga de Lira
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