Saborear la vida. Los jóvenes que progresan están centrados en un propósito. Saben lo que quieren a nivel personal y a nivel académico y profesional. Cuentan con una meta y se dirigen, con esfuerzo, hacia ella. Se les ve alegres, abiertos y, lo diré claro, socialmente competentes.
Tienen amigos reales a los que ven y con los que profundizan en su amistad. Saben divertirse creativamente. Estos chicos y chicas, que son o han sido alumnos míos, van al meollo de la vida. Viven la vida intensamente.
Salen a la montaña y salen por la noche, pero con criterio: ni arriesgan en montañas escarpadas sin tener formación alpinista, y tampoco arriesgan en la noche en manos de la bebida y la droga. Su voluntad de pasarlo bien no se superpone sobre su compromiso con la vida presente y futura: quizá una novia, una futura esposa, un trabajo preparado con mucho estudio.
El placer llega cuando llega: no es buscado en sí mismo. Y el placer está en una cena con los amigos llena de risas y quizá recuerdos, plagada de preguntas, escucha y respuestas. Y la gastronomía degustada como algo que nada tiene que ver con el atracón, ni la glotonería. Gastronomía del paladeo, del saboreo. Saben saborear la vida.
Jóvenes descentrados
Otros jóvenes se plantean la vida de otra forma. Hay que vivir intensamente disfrutando picos, cimas de placer muy altas: el vértigo de la velocidad, flirtear hasta la extenuación, reír hasta estallar quizá de la mano de algún estupefaciente o en el botellón. ¿Metas, propósitos, objetivos, proyectos? Quizá sí pero ya en un segundo término. Lo importante no es el presente-orientado-al-futuro. Lo importante es el presente-presente más disperso, más frívolo. ¿Vínculos profundos? “¿Que és eso?”. “Yo me vínculo conmigo mismo, no dependo de nadie, soy autosuficiente”. Es el individualismo consumista rampante.
Libertad con vínculos
La diferencia está entre una libertad con vínculos y una libertad radicalmente autónoma e independiente que ha perdido los vínculos. Los vínculos comprometen con las personas, los proyectos, la familia, la novia. La ausencia de vínculos puede cosificar a todo aquel que se cruza en la vida de un joven, de una joven, que tiene por divisa la “marcha”. Y con esta palabra tan gráfica todos no entendemos. No se ve más que la última juerga y en la cuneta se quedan aquellos que no entren en las dinámicas de “marcha”. ¿Amistad? Los amigos son para pasarlo bien. “¿Pedro se ha puesto enfermo?”. “¡Pues que le zurzan! Ya encontraremos más colegas”.
¿Embrutecidos?
No estoy exagerando: algunos jóvenes están alienados, fuera de sí, lejos de la vida humana a la que han sido llamados. Están embrutecidos por su concepción del placer. Han perdido paladar para conversar, para escuchar, para compartir. Han perdido competencias sociales: afabilidad, ternura, humildad. Competencias sociales como la empatía. No empatizan, sino que instrumentalizan a sus próximos. Juegan al juego de la simulación, al juego de las máscaras, de las medias verdades. “Te quiero, ahora mismo, te quiero”. Lo diremos, en una palabra: están descentrados, desnortados, desorientados. Vagabundean perdidos en un marasmo de estímulos que los llevan de aquí para allá como peleles. ¿Hasta cuándo? Hasta los primeros fracasos sonados vividos en carne propia, pues en carne ajena no escarmientan. En el primer fracaso académico, o laboral, o en la primera enfermedad seria, o cuando se enamoran de verdad y son rechazados porque no tienen nada que ofrecer.
¿Cómo se centra un joven del siglo XXI?
¿Cómo lo hace? Lo hemos señalado al principio: con propósitos, esfuerzo, proyectos, metas, adquiriendo vínculos fuertes: la familia, el trabajo, los amigos.
Voy a proponer una idea ya muy oída, pero a la vez nueva. Abandonando la híper-conexión del teléfono inteligente. Soltando amarras. Liberándose del peso de Twitter e Instagram y una larga lista. Alejándose del querer saber todo, estar en todo y disfrutar de todo a todas horas y sin descanso.
Byung-chul Han, un ensayista surcoreano que escribe en alemán, en su libro La sociedad del cansancio (2012) y el más reciente No-cosas. Quiebras del mundo de hoy (2021), lo explica de un modo certero. Jóvenes que se estresan a sí mismos zarandeados por una voluntad de producir estados de placer, rendimiento recreativo, estar a la última, trabajar sin descanso para consumir sin descanso poniendo en riesgo su vida real, cabal, humana. Se han perdido para sí mismos. No viven en la realidad. Viven en un mundo descarnado y extraño, quizá acabaran viviendo metafóricamente en el Metaverso.
Consecuentemente, un modo de centrarse es apartarse del smartphone. Apartarse del estado de alerta permanente. Para recuperar la vida, para recuperar la atención despierta y centrada en lo verdadero, en lo real, la amistad, la conversación, las personas, los vínculos. Y evitar algo tan claro y ya muy evidente como la tristeza, la ansiedad, la depresión.
No son metáforas: son diagnósticos muy corroborados. El fin es alejarse de la distracción constante. Evitar que el yo-digital se coma, devore, al yo-real.
Una alternativa es el móvil tonto, el teléfono tonto
Hay que enfrentar el teléfono inteligente al teléfono tonto. ¿Quién es el inteligente y quién es el tonto? No queda claro. Un teléfono tonto que se está vendiendo cada vez más y que solo sirve para llamar y cuenta solo con los SMS (caros, no lo negaremos) para mensaje de texto. Es una forma de retomar el control de la propia vida. Una forma de centrarse en lo importante. Quizá es la antesala para un futuro teléfono inteligente usado con criterio, con prudencia.
Un smartphone que no hace falta que sea el último grito lleno de obsolescencia controlada. Un móvil que dé alguna pauta antes de que resolvamos las cosas en el ordenador que es el lugar pausado, en nuestra habitación, para hacer las cosas de verdad y no a todas horas y a salto de mata.
No negaremos que un WhatsApp familiar y o amical es algo que va bien. Pero no hay que perderse en el smartphone y su océano profundo de posibilidades, digámoslo, distractoras (y quizá entontecedoras). Quizá algunos deban siempre tirar del teléfono tonto para vivir centrados. Sencillamente por una razón: no saben limitarse con el susodicho teléfono inteligente.