Al contraer matrimonio, tuve mis reservas sobre lo escuchado en las pláticas prematrimoniales, acerca de una entrega plena y total, en la que mi esposa y yo nos constituíamos en una unidad de dos, sin perder nuestras individualidades.
Escuché que, por un misterioso designio, ya no seríamos dos sino uno solo, y estaba seguro de que, si me descuidaba, ese uno sería mi prenda amada, y yo… bien gracias.
Eso lo había vivido en mi familia de origen, donde el alto mando siempre lo ejerció mi madre, con sus decisiones, instrucciones y reclamos. A decir verdad, a mi padre -que en paz descanse- siempre le correspondió el honor de decir con autoridad, la última palabra: “Sí, mi vida”.
No, señor, por supuesto que ese jamás sería mi caso. Yo defendería mi independencia, mi forma de ser y de pensar a ultranza, evitando de mil maneras, un suicidio psicológico que diera al traste con mi personalidad.
Así las cosas, a mi esposa, siendo una dulce y encantadora mujercita llena de virtudes y delicadezas, en ocasiones la soñaba más alta y con más peso que yo, con incipiente bigote, ataviada con uniforme militar y pegándome de gritos. De veras que estaba traumado.
A Dios gracias, la luz del día siguiente me regresaba a la realidad, de sentirme amado por ella y de que, a mi vez, sentía el deseo de hacerla feliz con lo mejor de mí mismo.
¿Con lo mejor de mí mismo?
El problema era que el “mí mismo”, estaba contaminado por el orgullo, la desconfianza, y una supuesta autosuficiencia, a la que me aferraba con la triste sensación de no sentirme libre de amarla, como se lo merecía.
¿Qué tenía entonces mi vida de limitada y cerrada?
Fue entonces que me decidí por ayuda especializada, en la que se me ayudó a corregir mis prejuicios matrimoniales, y con ello mi capacidad de amar.
Lo primero fue comprender, que el 'sí' por el que había consentido en contraer matrimonio, había sido un sí a una unión en el ser con mi esposa, sin dejar de ser yo.
Dicho de otra manera, en todo lo que yo sería de ella, sería entonces cuando yo me pertenecería. Precisamente lo que felizmente vivía mi esposa respecto de mí.
¡Esa era la verdadera afirmación de mi personalidad!
Fue así que descubrí el sentido de la expresión: “morir a mí mismo”, como la puerta por la que pude escapar de una visión limitada y cerrada de mi vida, hacia la expansión de mi libertad interior, para hacer muchas cosas por amor.
Y al molesto, soberbio y egoísta inquilino que hasta entonces llevaba en mi interior, lo despaché con las cajas destempladas.
Quién me lo iba a decir, ahora no me importa que mi esposa sea más virtuosa e inteligente que yo. Es cuestión de aritmética simple ya que, por la unión en el ser, al sumar y dividir, el promedio sube y… ella siempre encuentra la manera de que sea yo el que luzca.
Eso es una gran una lección para mí, pues es la forma en que ella, a su vez, muere a su natural orgullo y es feliz.
Ahora soy capaz de vencerme en muchas cosas, de pasar sobre mis gustos e inclinaciones, para hacer feliz y mejor persona a mi prenda amada.
Y… señores, quiero que sepan que felizmente ese es mi verdadero carácter, mi verdadera identidad.
El amor conyugal es la unión en las naturalezas, en lo que tienen de diferente varón y mujer… una sinergia amorosa, por la que se rompen las reglas aritméticas, pues uno más uno ya no es igual a dos sino a más.
Por Orfa Astorga de Lira.
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