Me resulta siempre difícil entender el sentido de las cosas que me suceden. Por más que les doy vueltas no le encuentro un sentido, una explicación, una lógica.
Pretendo encontrar un plan oculto, una realización concreta de un sueño de Dios en mi vida. Pero las cosas malas que me suceden no responden a un plan que yo conozca.
El dolor de la pérdida, de la ausencia, del límite no tienen lógica. No encuentro respuestas.
No quiero buscarlas. Sólo quisiera abrazar la realidad como es sin querer cambiarla a la fuerza.
Quizás me falta fe en ese Dios que me ama con locura y está siempre en todo acompañándome, como me lo recuerda el padre José Kentenich:
¿Sé lo que me conviene?
Dios sabe mejor lo que me conviene. Yo no sé pedirlo. Me falta fe en ese Dios que me ama de forma tan real y concreta en mi verdad.
Yo trazo mis planes. Quiero que se cumpla un sueño, que se haga realidad un proyecto soñado, pensado.
Pero no sale todo como yo espero. No me escucha Dios o es que tal vez me convenga lo que he deseado con fuerzas.
Me dan miedo las noches sin estrellas, los días sin sol. Me asusta la soledad sin abrazos y el silencio sin risas.
Quiero sostenerme haciendo pie en aguas turbulentas, o caminando sobre ellas. Quiero levantarme después de la caída. Sin miedo a volver a caer, ya que todo es posible.
¿Qué me conviene?
Veo que todo es para mi bien. ¿Cuál es mi bien? No saberlo me inquieta.
Porque yo elijo bienes posibles que son atractivos y me gustan. Y cuando se vuelven imposibles, me asalta el miedo.
¿Sabré vivir para otros bienes que desconozco? ¿Hay un bien más grande que yo mismo al que tiendo sin saberlo, sin quererlo?
Seguro que ese bien existe en el corazón de Dios. Él ya lo ha pensado para mí, lo ha querido.
Hay bienes que me atraen y son un bien en sí mismo. Hay males que se confunden con bienes. Ovidio confiesa:
Las seducciones que me engañan
El mal es atractivo. Tiene apariencia de bien. Tal vez no sé elegir lo que me conviene. Ni la persona, ni el lugar, ni el trabajo que me hacen bien.
No sé optar por lo bueno en sí mismo, para mí, para todos. O quizás lo que es un bien para mí no lo es para los demás.
Porque soy distinto, tengo una misión concreta, un plan, una meta. Y sólo hay ciertos bienes para los que estoy hecho. Y luego otros males que se muestran atractivos en mi debilidad.
Me seduce el mal que no me conviene. Me esclavizan esos amores que no me construyen como persona.
Me veo reflejado en vidas que no son la mía. Y me cuesta renunciar a lo que me seduce.
Es la tentación que no sé esquivar de mi camino tan fácilmente. Rehúyo los problemas y me enfrento a ellos. Quiero cruzar el mar y navego entre charcos que me enferman.
La felicidad de la verdad y la libertad
Sé que sólo los hombres libres y veraces serán felices y yo compro sucedáneos de felicidad a precios altos.
Me acabo acostumbrando a lo que es falso por miedo a enfrentar la verdad de todos mis límites.
Y siento que estoy hecho de otra madera, distinta al mundo, siendo yo de la misma pasta que ellos.
¿Para qué me engaño? La vida dará muchas vueltas pero al final siempre estoy yo solo ante este mundo. Dispuesto a comérmelo todo y al mismo tiempo incapaz de ser valiente.
Cómo lograr que todo sea para bien
Pero me dice Dios que todo es para mi bien. ¿Lo será también mi pecado? Ya no lo sé.
Pero sigo siendo incapaz de doblegar la mano más fuerte que me promete bienes inigualables. Lejos del bien supremo al que me lleva Dios.
¿Cómo es tan sutil siempre la mentira? Me dicen que seré más feliz si renuncio, si hago, si digo, si dejo. Y luego no es así.
El límite del placer acaba opacando mi deseo de amar hasta el extremo. Y navego en aguas turbias pretendiendo que sean el ancho mar.
Todo es para mi bien si elijo a Dios en medio de confusiones, si me agarro a su brazo para salir de las aguas.
Me falta fe en ese Dios que puede hacerlo todo nuevo en mi interior. Si me dejo hacer, si dejo que me doblegue con su amor.