Los seres humanos tenemos como meta la estabilidad y el poder, mientras que la vida espiritual apunta a encontrar la novedad de Dios y, sobre todo, a crecer en un amor que no nos hace más poderosos, sino más indefensos.
Porque cada estructura tiende a consolidarse con el tiempo. No siempre lo logra, pero ciertamente ese es el objetivo implícito: volverse más fuerte, más sólida, más segura. Esto también se aplica al ser humano.
De hecho, aspiramos a formar, conservar y defender una personalidad reconocible y estable. En consecuencia, todo lo que se presenta como novedad, inestabilidad o provocación es regularmente rechazado.
La pregunta es si esta modalidad de estructuración es compatible con la vida espiritual.
¿Equilibrio o novedad?
Lo que se consolida y estructura en el poder difícilmente se abre a la novedad. Los que tienden a consolidar buscan un equilibrio tranquilizador y difícilmente se abren a la novedad
¿Cómo vivir entonces nuestra relación con Dios si estamos más atentos a construir estructuras de poder y control? ¿Qué espacio puede haber para la presencia de Dios que se revela en la novedad?
El mandamiento que Jesús deja a sus discípulos es un mandamiento nuevo. Es una continua provocación que derrota el intento humano de encontrar un equilibrio.
El amor es desinteresado
De hecho, Jesús nos pide que amemos de una forma capaz de abandonar la reciprocidad. Sin embargo, sabemos bien que, en lo cotidiano, tendemos a amar buscando el equilibrio.
Si amamos, lo hacemos según el criterio de doble entrada: nunca admitimos que las cuentas del amor están en números rojos.
Amamos con la sutil esperanza de ser retribuidos, damos con la intención más o menos clara de recibir al menos lo mismo. Lo llamamos educación o respeto. Hemos hecho de la reciprocidad un valor cultural.
De hecho, Jesús no solo nos dice que nos ama, sino cómo. Si no hubiera agregado ese cómo, podríamos haber buscado en el otro el criterio del amor: te amo sí, pero cómo tú me amas, ni menos, ni más.
El amor se convertiría en una especie de competencia y confrontación. Y desgraciadamente, humanamente hablando, el amor se ha reducido a esto.
La referencia es Jesús
Jesús, en cambio, sitúa el criterio del amor fuera de la relación recíproca: cada uno debe amar al otro, no mirando cómo es amado por este, sino cómo es amado por Jesús.
La provocación de Jesús es terrible porque Él nos ha amado y nos ama sin medida, sin juzgar, perdonándonos gratuitamente, derrochando amor sin esperar reciprocidad.
Por eso todo equilibrio falla, pero es esta superación del equilibrio la que nos permite abrirnos a la novedad de Dios, una novedad que nos deja indefensos.
Los discípulos de Jesús, por tanto, se reconocen en cómo se aman, decía la Carta a Diogneto, se reconocen, no en cuán grande es su amor reciproco, sino si se aman según el modo de amar de Jesús.
"Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables, son un único mandamiento. Pero ambos viven del amor que viene de Dios, que nos ha amado primero.
Así, pues, no se trata ya de un 'mandamiento' externo que nos impone lo imposible, sino de una experiencia de amor nacida desde dentro, un amor que, por su propia naturaleza, ha de ser ulteriormente comunicado a otros.
El amor crece a través del amor. El amor es 'divino' porque proviene de Dios y a Dios nos une y, mediante este proceso unificador, nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea 'todo para todos' (cf. 1 Co 15, 28)”.